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8. Comida

Regreso a casa con salsa: Las raíces latinas de la comida estadounidense

Jeffrey M. Pilcher

a woman serving tortillas

Las comidas latinas son el producto histórico de encuentros entre personas de muchas tierras. Algunas de estas reuniones tuvieron lugar en el distante pasado; por ejemplo, colonos y misioneros españoles intercambiaron alimentos y recetas con mujeres indias en Nuevo México y Florida décadas antes del primer Agradecimiento de los Peregrinos. Otros encuentros han sido más recientes, como en el caso de la llegada de emigrantes afro-caribeños y chino-cubanos a la ciudad de Nueva York, quienes agregaron influencias latinas al “alimento del alma” del Renacimiento de Harlem en los años 20 y 30. Así, las comidas latinas emergieron de la migración de gentes diversas desde las Américas, Europa, África y Asia. Su historia ha sido moldeada por la experiencia común de la cultura ibérica que se extendió ampliamente en los siglos después de Colón. Pero a pesar de estas trayectorias globales, las comidas latinas se han arraigado en ciertos lugares particulares y han nutrido a comunidades humanas en el territorio ahora conocido como Estados Unidos. Esta nación y sus alimentos son consecuencia de la fusión entre lo global y lo local, y los latinos forman un significante capítulo de esta historia.

Los imperativos económicos han constituido un eje crítico para el desarrollo de nuevos estilos culinarios. Colón llegó primero a América mientras buscaba especias, y muchas comidas latinas fueron creadas durante un período de prosperidad económica regional hacia finales del siglo XVIII. Del mismo modo, la cocina mexicano-americana fue influida por nuevos ingredientes ingeniados por la industria alimenticia estadounidense. Asimismo, muchas de las principales empresas agrícolas en los EE.UU. presentan orígenes latinos. En concreto, los españoles plantaron huertas de cítricos y frutos de cáscara en Florida y a lo largo del Suroeste, establecieron ranchos ganaderos en Texas y construyeron viñedos en California. Las denominadas “tres hermanas” –maíz, frijoles y calabazas– fueron domesticadas en lo que ahora es México. Los mercados y restaurantes representan centros importantes de innovación culinaria, particularmente cuando los turistas buscan cada vez más experiencias gastronómicas. Hacia la década de los 90, la comida mexicana se erigió en uno de los tres tipos de restaurante étnico más populares, y la salsa (una pasta picante con base de tomate) superó al kétchup como condimento más vendido en los EE.UU.

Las modas variables relacionadas con la comida latina reflejan también identidades étnicas y nacionales dinámicas. A pesar de su larga historia y popularidad contemporánea, estas comidas fueron percibidas como extranjeras y peligrosas por anteriores generaciones, que frecuentemente definían la comida “estadounidense” en un sentido estricto, como producto sólo procedente de cocinas en Nueva Inglaterra. Los fuertes sabores del chile, el ajo, las especias y el aceite de oliva representaron un mazazo para remilgados paladares acostumbrados a carne hervida y patatas con salsa blanca. Los encuentros del siglo XIX, enmarcados tanto por la Guerra entre México y los EE.UU., como por los posteriores conflictos territoriales, ocasionaron persistentes estereotipos de mujeres latinas como objetos eróticos y peligrosos, de la misma manera que su cocina quedaba asociada a la “venganza de Moctezuma”. Las actitudes hacia las comidas picantes fueron por lo tanto vinculadas a pautas de pensamiento racial dirigidas a excluir a los latinos de una ciudadanía completa. De todos modos, las personas de negocios procuraron sacar provecho del interés general por estas comidas vendiendo polvo de chile, tamales enlatados y otros productos sucedáneos, que la publicidad presentaba como más naturales que los originales. Tras décadas de consumir chile en lata, mucha gente ni siquiera podía reconocer las raíces mexicanas del chile con carne. La llegada de los restaurantes de comida rápida alejó aun más a las comidas latinas de sus raíces étnicas. Solamente la propagación de restaurantes familiares con propietarios emigrantes a lo largo de los EE.UU. en las décadas finales del siglo XX ha permitido una incipiente recuperación de la cocina de origen latinoamericano lejos de esos estereotipos.

Los encuentros que han definido las comidas étnicas, aunque mayormente ubicados en el espacio público del mercado, se han llevado a cabo en muchos niveles. A menudo, la comida con diversas influencias étnicas cruza también líneas sociales; mientras que los comensales bohemios de principios del siglo XX se dirigían a restaurantes españoles, hoy día se inclinan más hacia las camionetas de tacos. Desde una perspectiva histórica, el cosmopolitismo culinario no obstante también ha emergido desde las clases sociales más bajas. Por ejemplo, trabajadores emigrantes varones y solteros siempre han procurado hallar comidas económicas y sabrosas sin interesarse por su origen étnico. Del mismo modo, los cocineros intercambian constantemente recetas con sus vecinos, tanto si nacieron al otro lado de la calle, como en cualquier otra parte del mundo. Las olas sucesivas de emigrantes han aportado a los EE.UU. una cultura culinaria diversa e innovadora.

Sin embargo, las visiones limitadas de la comida latina como solamente mexicana o tex-mex siguen siendo un generalizado malentendido. Aunque el término “tex-mex” ha sido empleado comúnmente como etiqueta para comidas no auténticas, se refiere en concreto al estilo culinario regional de mexicanos residentes en Texas. Tales especialidades de esas tierras fronterizas como la carne asada y las tortillas de harina de trigo establecieron las imágenes iniciales de la comida mexicana en los EE.UU. La inmigración más reciente ha introducido una variedad más amplia de recetas de todas partes de Latinoamérica. Los clientes de restaurantes con interés en la carne asada pueden probar distintos cortes llamados parrillas en Argentina y Uruguay o churrasco en Brasil. Los conocedores asimismo han aprendido a distinguir los tamales regionales de México y de la cuenca del Caribe, por no mencionar las humintas bolivianas, ecuatorianas y peruanas (tamales de maíz cocidos), las pupusas salvadoreñas (tortillas rellenas), las arepas venezolanas y colombianas (tortas de maíz asadas) y una enorme cantidad de otras opciones ahora disponibles en los EE.UU.

A causa de sus vínculos emocionales, la comida ha representado una metáfora relacionada con la ciudadanía. El crisol cultural anteriormente simbolizaba el proceso de asimilación de los inmigrantes a la cultura nacional. En los últimos años, la imagen de una ensaladera en la que los ingredientes se combinan sin perder su esencia ha ganado más visibilidad para indicar la aceptación de la diversidad cultural dentro de una democracia plural. Como sea, estas metáforas culinarias no son exclusivas de los EE.UU.; en Latinoamérica las comidas han proporcionado contrastes étnicos y raciales. En Cuba, por ejemplo, la combinación de frijoles negros y arroz recibe el nombre de moros y cristianos. El contacto cultural inevitablemente resulta en mezclas, a medida que los cocineros incorporan las comidas de sus vecinos como parte de sus propios repertorios culinarios y con ello transforman las recetas originales. Sea cual sea la metáfora preferida, la comida posee una importante función para el logro del ideal de ciudadanía cultural, es decir, la creencia de que toda la gente tiene el derecho de determinar sus propias prácticas culturales.

Orígenes

La comida latina refleja la gran diversidad social resultante de la historia de colonización y matrimonios mixtos en Latinoamérica. Los habitantes indígenas de las Américas domesticaron tres alimentos altamente fecundos y nutritivos: el maíz, la patata y la mandioca, que ahora se consumen de ordinario en todo el mundo. Los conquistadores ibéricos introdujeron en la región la cocina mediterránea de trigo, vino y olivas, junto con su ganadería. Posteriores historias de migración enriquecieron estas cocinas, a medida que los esclavos africanos, los sirvientes asiáticos contratados y los llegados desde el Oriente Medio trajeron consigo nuevos sabores y técnicas culinarias. Las cocinas regionales de Latinoamérica demuestran el ingenio con que los cocineros transforman diariamente productos a menudo escasos en comidas sabrosas y nutritivas.

El maíz, un grano resistente que crece con abundancia en climas y terrenos diversos, fue un alimento básico en Mesoamérica, la región cultural densamente poblada que abarcaba desde las tierras altas centrales de México hasta los confines de Centroamérica. Como el maíz tiene deficiencia de niacina, los cocineros descubrieron un tratamiento alcalino para preparar nixtamal, un producto que podía ser ingerido en forma de guiso llamado pozole o molido como pasta para hacer tortillas y tamales. Los indios pueblo del Suroeste elaboraban una masa nixtamal y sobre una piedra caliente la convertían en obleas azules finas de pan piki. E incluso otra versión de nixtamal fue creada cerca de Cahokia, Illinois, que permitió que los indios woodland avanzaran a lo largo del este de Norteamérica. Los pueblos indígenas del Caribe y América del Sur también consumían maíz, pero como era menos importante para su dieta, no tenían necesidad de preparar nixtamal. Ellos simplemente hacían estallar el maíz, asaban las mazorcas o, en las montañas de los Andes, lo fermentaban para convertirlo en una bebida alcohólica con el nombre de chicha.

Las patatas y otros cultivos de raíces se cultivan con cientos de variedades en los Andes, en contraste con la magra selección disponible en los supermercados estadounidenses, por lo general bajo dos variedades, una dulce y otra amarga, ambas bien equilibradas nutritivamente con proteínas, carbohidratos, vitaminas y minerales. Los indígenas aprendieron a liofilizar las patatas aprovechando las heladas nocturnas y los días soleados, un proceso que permitía también que las patatas amargas fueran más comestibles. Otros tubérculos añadieron variedad a la dieta o se cultivados en ambientes de montaña extremos donde las patatas ordinarias no podían crecer. La oca dulce, por ejemplo, se dejaba secar hasta transformarla en una sustancia similar al higo que servía para endulzar algunas comidas. Los indios de los Andes consumían la parte verde y las raíces de muchas especies vegetales.

La mandioca, también llamada tapioca o yuca, fue el alimento esencial de las llanuras del Caribe y América del Sur. Como otros cultivos de raíces, había variedades dulces y amargas. La mandioca dulce crece con rapidez y puede comerse sin una preparación muy complicada, pero tiende a pudrirse fácilmente. La variedad amarga, que puede ser almacenada bajo tierra durante largos períodos de tiempo, contiene ácido prúsico que debe ser eliminado antes de consumirla. Los indios aprendieron a rallar la raíz, eliminar los componentes químicos tóxicos y entonces asar en una parrilla la pulpa resultante en forma de panes planos. Alternativamente, se podía secar la mandioca procesada para convertirla en una comida ordinaria llamada farofa, muy popular en Brasil para espesar estofados y para darle un toque crujiente a carnes y verduras.

Junto con estos alimentos fundamentales, los pueblos indígenas domesticaron una amplia variedad de otras plantas. Los frijoles añadieron proteínas a las dietas nativas, especialmente al comerlo con maíz; los aminoácidos complementarios entre los dos productos magnificaban su valor nutritivo. Las frutas y verduras locales incluían tomates, calabazas, aguacates, hojas y frutos de cactus, piñas, papayas, guayabas y mamey. Las semillas de chile y achiote dieron un sabor extra a una dieta rica en almidón, tal como hicieron el chocolate y la vainilla producidos también en las Américas. Aunque su dieta era sobre todo vegetariana, los americanos nativos consumían asimismo muchos tipos diferentes de pescado y caza[1].

Si las culturas indígenas aportaron variedad local a las comidas latinas, las tradiciones ibéricas otorgaron un punto de continuidad a través de la región. El trigo, el vino y el aceite de oliva, productos básicos en la dieta mediterránea desde la antigüedad, fueron cultivados con entusiasmo por colonos y misioneros en cualquier lugar donde pudieran crecer. Este deseo de reproducir alimentos europeos se fundamentaba no solamente en el interés por mantener sabores conocidos, sino también en imperativos de carácter social y religioso. La comida constituía un destacado indicador de estatus en la sociedad jerárquica de principios de la edad moderna de Europa, y por ello los conquistadores estaban decididos a comer de igual modo que los nobles en su tierra de origen. Si un determinado ambiente no resultaba favorable para producir ciertos alimentos, como por ejemplo el trigo en el Caribe, los colonos pagaban grandes sumas de dinero para importar el grano desde otros lugares. Asimismo, la trinidad culinaria mediterránea era esencial para los sacramentos religiosos; según la doctrina católica medieval, solamente se podía emplear trigo para preparar la Eucaristía[2].

Los colonos europeos también introdujeron ganadería en las Américas para asegurarse el acceso a la carne y al queso. La oveja era el tipo de ganado más estimado en la península Ibérica, un efecto de las influencias dietéticas de los judíos y los musulmanes durante la Edad Media. Mientras que los españoles adinerados comían cordero, las clases bajas consumían buey de las vastas manadas de ganados de Castilla y La Mancha. Las destrezas rancheras a caballo llegaron desde España a los gauchos de Argentina y Uruguay, y a los vaqueros del norte de México. El ganado europeo se reprodujo a una enorme velocidad en los planos de las Américas, puesto que había pocos depredadores y escasa competición por parte de los humanos y otros herbívoros. Como los animales deambulaban bajo escasa supervisión, excepto durante las redadas anuales, tendían a abusar del pastoreo y convertían fértiles pastizales en desiertos de matorrales afectados por la erosión[3].

La función de los misioneros franciscanos en el establecimiento de la industria del vino y el aceite en California ha sido bien documentada gracias a los esfuerzos de conservacionistas de la historia que procuraron alentar el turismo en los primeros pasos del siglo XIX con pintorescas imágenes de una era pastoral española. De cualquier modo, el trabajo de los colonos comunes para elaborar vino a lo largo del suroeste del país apenas ha recibido atención. El Paso del Norte, actualmente El Paso, Texas, por ejemplo, fue elogiado por los visitantes ante la calidad de sus vinos. Tanto los frailes como los colonos plantaron una variedad de uva andaluza denominada “mónica”. Los vinos fortificados, parecidos al jerez español actual, se conocieron en California con el nombre “Angélica”.

Junto con las tradiciones indígenas americanas e ibéricas, las comidas latinas incorporan sabores procedentes de todo el mundo. Los esclavos africanos fueron importados para trabajar en plantaciones de las tierras bajas tropicales del Caribe, Brasil y las costas del Pacífico. A muchos de los habitantes de esas regiones continúa gustándoles los platos ricos en almidón con plátanos, arroz, ñame o cuscús, aderezados con verduras, quimbongó, pimienta malagueta y aceite de palma. Las influencias del Oriente Medio también resultan visibles en la amplia variedad de postres dulces como el flan y otros tipos de natillas, que se confeccionaban en los conventos de América Latina. La presencia de complejas mezclas de especias en platos como la salsa de mole mexicano o en escabeches también se debía al arte culinario medieval árabe. Finalmente, los gustos asiáticos llegaron por medio del galeón Manila, que atravesaba el Pacífico cada año transportando plata y otras mercancías entre Acapulco y la colonia española de las Filipinas. Los propietarios de las plantaciones del siglo XIX recurrieron a contratos de servidumbre después de la abolición del mercado africano de esclavos, y de esa manera reforzaron las tradiciones culinarias asiáticas con salteados y salsas de curry.

Latinoamérica se convirtió en un centro de globalización los primeros tiempos de la era moderna mediante un proceso denominado transferencia colombina. Aunque los colonos ibéricos preferían las comidas europeas, particularmente el pan de trigo y la carne, ellos desarrollaron un interés por muchas comidas indígenas como los frijoles, los chiles y el chocolate. La mezcla de culturas, conocida como mestizaje, se ha hecho tan compleja en América Latina que a veces es difícil discernir dónde se originaron ciertas tradiciones. Por ejemplo, el arroz se consumía en España, África occidental y Asia antes de 1492. Asimismo, alimentos como el maíz, las patatas y los tomates se extendieron tanto durante los inicios de la era moderna que mucha gente no sabe que fueron domesticados en lo que ahora es Latinoamérica.

Encuentros

A pesar de esta larga historia de cruce de culturas, muchas de las comidas latinas que los angloestadounidenses encontraron primero en el siglo XIX presentaban un origen relativamente reciente. El auge económico a fines del siglo XVIII transformó las sociedades de subsistencia del Caribe español y el norte de Nueva España en florecientes centros comerciales. Los beneficiarios de esta prosperidad comenzaron a consumir más alimentos costosos, mientras que las clases trabajadoras luchaban para mantener una dieta nutritiva incluso cuando perdían sus tierras ante los cultivos de exportación. Inconscientes sobre esos cambios históricos, los angloamericanos del siglo XIX aplicaron sus actitudes con respecto al Destino Manifiesto a las comidas latinas, como lo hacían también con las personas, y las contemplaban como reliquias del pasado creadas por aztecas, caribes y africanos “salvajes”. Esta actitud racista afectó las primeras relaciones de tipo intercultural e impidió durante mucho tiempo que los latinos alcanzasen una plena ciudadanía.

El bienestar de los últimos tiempos coloniales permitió a los colonos de las tierras fronterizas del norte reemplazar el básico y resistente maíz indígena por el trigo europeo, aunque lo seguían usando en una forma híbrida de tortillas de harina. Asediadas por el clima árido y por los ataques indios, las familias hispánicas rurales generalmente vendían su trigo en mercados urbanos y se alimentaban a sí mismas con maíz, ya sea en tortillas o en pozole. Cuando la Corona española finalmente consiguió la paz con los apaches y los comanches en la década de 1780, sin embargo, los colonos expandieron rápidamente sus campos de regadío y produjeron un excedente que pudieron consumir en casa. Se desconoce el origen de las tortillas de trigo. La tradición oral en las tierras fronterizas con frecuencia las relaciona con los colonos judíos que supuestamente las comían durante su pascua, pero ese tipo de pan plano era común a lo largo del Mediterráneo. Las tortillas de maíz podrían haber sido también inventadas independientemente por mujeres indias que adaptaron técnicas familiares con un grano novedoso. Con independencia de su origen, estas tortillas permitieron que la gente del campo elevase su estatus al poder comer trigo hispánico, incluso si no podían costearse los hornos y el combustible para hornear pan. Las tortillas finas y enormes se convirtieron en una particular señal de la cocina regional de Arizona[4].

Una similar bonanza económica avivó asimismo el renacimiento culinario de las colonias españolas en el Caribe, aunque no todos se beneficiaron. La industria azucarera local comenzó a levantarse con la ocupación de La Habana por los británicos en 1762, que importaron esclavos y tecnología. Al extenderse la abolición, iniciada por la revuelta de los esclavos haitianos en 1791, se redujo la competencia al azúcar español. El café también se convirtió en un importante cultivo de exportación en el siglo XIX, fundamentalmente en las tierras altas de Puerto Rico. Como el historiador Cruz Miguel Ortiz Cuadra ha observado, el crecimiento de las plantaciones antillanas desplazó los cultivos locales de arroz junto con otros de carácter indígena. Los ricos hacendados y comerciantes empleaban los beneficios de la venta de azúcar y café en importar arroz y otros alimentos prestigiosos como vino, aceite de oliva, alcaparras y bacalao salado, que después incorporaban a recetas españolas como los platos de arroz caldoso valencianos, que llegaron a ser conocidos en Puerto Rico como asopao de pollo. Los esclavos y agricultores pobres comían también más arroz importado, aunque el grano molido a máquina era menos nutritivo que las variedades que ellos habían molido a mano anteriormente. Al ser incapaces de costearse las carnes y condimentos de los ricos, ellos retrocedieron a la relativamente monótona aunque al mismo tiempo bastante sólida combinación de arroz y frijoles, los moros y cristianos de Cuba, o los frijoles rojos llamados habichuelas en Puerto Rico[5]. Ya fuese en las áreas fronterizas o en el Caribe, la ubicación de alimentos europeos otorgó a los residentes nuevas oportunidades para demostrar sus vínculos a la civilización hispánica.

Estas conexiones se mantuvieron fuertes incluso después de que los Estados Unidos se anexionaran la mitad norte de México en 1848. Aunque los residentes mexicanos en el área de la bahía de San Francisco se vieron rápidamente superados por los recién llegados, asentamientos más aislados en el sur de California y Texas, Nuevo México y Arizona preservaron su autonomía cultural. Los nuevos residentes angloestadounidenses en estas áreas a menudo se casaban con miembros de familias de la élite, y por ello pudieron llegar a apreciar la comida mexicana. Los libros de recetas también contribuyeron a conservar los lazos culturales, y con el tiempo se convirtieron en valiosas reliquias familiares. Encarnación Pinedo publicó El cocinero español, quizá el primer libro de recetas latino, a modo de tributo a la gastronomía californio-mexicana. Un volumen manuscrito por Refugio de Amador, conservado en las Colecciones Históricas de Río Grande en la Universidad Estatal de Nuevo México, contiene recetas para la torta de cielo, el turrón de Oaxaca y los jamoncillos de almendra[6].

Las tradiciones culinarias latinas también echaron raíces en ciudades portuarias a lo largo de la costa atlántica y el golfo de México. Los comerciantes fundaron comunidades antillanas en centros comerciales como la ciudad de Nueva York y Nueva Orleans, y a ello también ayudaron los hijos de ricos hacendados que estudiaban en escuelas estadounidenses. Hacia mediados del siglo XIX, se les unieron trabajadores cubanos y puertorriqueños empleados en factorías de ropa y tabaco en ciudades como Nueva York e Ybor City, cerca de Tampa, Florida. Las bodegas y los restaurantes satisfacían los deseos de los inmigrantes de consumir alimentos familiares.

Muchos de los primeros restaurantes latinos quisieron atraer a una clientela multifacética, pero los angloestadounidenses a menudo se negaban a equiparar la cocina española o mexicana con comida de calidad. Con la conclusión del ferrocarril del Pacífico Sur a finales de la década de 1870, emprendedores mexicanos en San Antonio, Texas, y Los Ángeles, California, atrajeron al creciente comercio turístico con la apertura de elegantes restaurantes con nombres como El Cinco de Mayo y El Globo Potosino, ubicados en San Luis Potosí, una ciudad minera conocida por su riqueza. Estos establecimientos ofrecían los platos hispánicos y mexicanos favoritos como las albóndigas y el mole de guajolote, junto con otros platos franceses y estadounidenses. Al cabo de unos pocos años, sin embargo, muchos de ellos habían desaparecido de los directorios de la ciudad, reemplazados por restaurantes con nombres franceses[7].

Cuando la comida mexicana se convirtió en uno de los temas del turismo culinario, los angloamericanos preferían buscar comida exótica en la calle, no en restaurantes elegantes. Muchos mexicanos de clase trabajadora completaban sus presupuestos domésticos vendiendo comida durante festivales cívicos y religiosos, y el crecimiento del turismo hizo que sus casetas de venta esporádicas se volviesen parte habitual de los desfiles nocturnos en calles y plazas. Los vendedores en San Antonio fueron considerados como del género femenino en la imaginación popular, con el nombre de “reinas del chile”, mientras que en Los Ángeles se les solía asociar con hombres que empujaban carretas de tamales, aunque lo cierto es que hombres y mujeres de diversos grupos étnicos vendían chile y tamales en ambas ciudades. Los estereotipos sobre si la comida mexicana era dolorosamente picante y potencialmente contaminada se combinaban con los supuestos peligros sexuales de las “reinas del chile”. Los periodistas angloestadounidenses, entre tanto, acusaban a los vendedores de tamales de ser criminales y activistas sindicales. A pesar de constituir una atracción turística, los vendedores sufrían un constante acoso por parte de la policía y los reformistas urbanos, que buscaban restringir su labor a espacios segregados como la plaza Milam de San Antonio[8].

Hacia el final del siglo XIX, las comidas latinas se habían establecido sólidamente en la conciencia nacional con una imagen de “amenazas inocuas”. En concreto, representaban una experiencia exótica para que los turistas pudieran probar su masculinidad flirteando con mujeres “españolas” y arriesgándose con los fuertes sabores del chile, el ajo y el aceite. Sin embargo, la comida no solamente atraía a los bohemios de barrio, sino también a diversos grupos étnicos de clase trabajadora que descubrieron que podían encontrar una comida sabrosa y económica en los restaurantes latinos. De este modo, los alimentos latinos pronto se extendieron más allá de sus orígenes étnicos y geográficos; por ejemplo, los vendedores negros transportaban tamales desde San Antonio hasta el delta del Misisipi. Los intercambios interculturales, a menudo basados en relaciones de poder desiguales, continuaron con el crecimiento de las industrias alimentarias.

Industrialización

Tal como ocurre en estos tiempos, el procesamiento de alimentos era una de las mayores industrias en los EE.UU. durante la Edad Dorada y, como ahora, los trabajadores emigrantes se hacían cargo del trabajo más difícil y peor pagado en los campos y factorías que hacían que esos negocios fuesen rentables. No obstante, las contribuciones latinas a la industria alimentaria va mucho más de la mano de obra. La historiadora Donna Gabaccia ha señalado la paradoja de que, a pesar de que emprendedores inmigrantes creasen iconos culinarios como las hamburguesas, los perritos calientes, los Fritos o los tacos, los mercados nacionales para estos productos han sido manejados por corporaciones con muy poca conexión con las comunidades de origen[9]. Como la publicidad corporativa ha ejercido una función tan importante en el marketing convencional –así como en la innovación tecnológica– de las comidas latinas y de otros grupos étnicos, los exóticos y a menudo despectivos estereotipos del siglo XIX han persistido.

La historia del chile con carne ilustra la apropiación industrial y el distanciamiento de los alimentos con respecto a sus orígenes latinos. Negociantes como Willa Gebhardt capitalizaron la popularidad de los vendedores mexicanos al comercializar el chile en polvo hecho a partir de la mezcla de pimientos importados y especias. Las empacadoras de carne en Chicago añadían chile con carne a los productos enlatados a fin de disimular los cortes de menor calidad. De manera gradual, el chile con carne adquirió nuevas formas y sabores a medida que se extendía por el país. Así, cocineros afroamericanos en Memphis lo usaban con los espaguetis a modo de “chili mac”, mientras que en Ohio y Michigan los perritos calientes con chile recibieron el nombre de “coneys”. En los años 20 del siglo pasado, el inmigrante macedonio Tom Kiradjieff añadió canela y otras especias a su receta de “chile de Cincinati”, que servía sobre espaguetis y, si el cliente lo deseaba, queso, cebolla y frijoles. El chile con frijoles se convirtió en un alimento fundamental durante los duros tiempos de la Gran Depresión. Algunos angloestadounidenses de Texas llegaron a negar el origen mexicano del chile con carne, incluso a sabiendas de que incluso esos cocineros vaqueros habían aprendido también sus destrezas con el ganado gracias a sus antecesores mexicanos.

La conocida historia del chile ha tendido a oscurecer una historia paralela de innovación y espíritu empresarial en las comunidades latinas con respecto a la industria alimentaria. En concreto, trabajadores emigrantes que salían del Suroeste para laborar en ferrocarriles, factorías y explotaciones agrícolas en el Medio Oeste crearon con gran destreza nuevas comidas en cocinas improvisadas. En la década de los 20 del siglo XX, los comerciantes mexicanos en ciudades como Chicago y San Luis ofrecían toda una variedad de ingredientes frescos y secos, utensilios de cocina y comida preparada. Algunos de estos productos eran importados de México, como la línea Clement Jacques de chiles y salsas en lata. Otros eran manufacturados en los EE.UU. por empresas como La Victoria Packing Company, ubicada en Los Ángeles. Fabián García, un ex alumno de la Universidad de Nuevo México de Agricultura y Artes Mecánicas estableció el primer programa de reproducción científico para el chile, y con ello los fundamentos para la agricultura comercial en el estado. Los comerciantes mexicanos en San Antonio, que solían congregarse a lo largo de Produce Row, organizaron el transporte de frutas y verduras tropicales hacia los Estados Unidos[10].

Los mexicanos y los mexico-americanos también fueron pioneros en la mecanización de la producción de tortillas, aunque continuó siendo una industria artesanal durante décadas debido a la insistencia cultural en su frescura. Hacia finales del siglo XIX, las acerías habían sustituido la engorrosa labor de moler masa de harina, al menos en las áreas urbanas de México y el Suroeste. En 1909, José Bartolomé Martínez, molinero de maíz en San Antonio patentó una fórmula de harina de nixtamal deshidratada llamada tamalina. A pesar de que el mercado local no estaba todavía preparado para un producto seco de esas características, la empresa Aztec Mills de Martínez hizo un enérgico negocio en las entregas diarias de tortillas frescas. Martínez también transformó la masa de maíz sobrante en las primeras papas de maíz comerciales, conocidas como “tostadas”, que comenzó a vender en bolsas de ocho onzas a partir de 1912, aproximadamente. Algunos expertos han sostenido que Elmer Doolin usó la receta de Martínez como base para las papas de maíz de la marca Fritos. Aunque el legado de Martínez fuese usurpado por otros, los negocios alimentarios latinos continúan prosperando a lo largo del Suroeste. Por ejemplo, la compañía Sanitary Tortilla se mantiene hasta este día como una institución en San Antonio con legiones de clientes leales a irascibles máquinas de 1920[11].

La creciente influencia de los puertorriqueños también estimuló el comercio e industria alimentaria en la ciudad de Nueva York. Junto con Cuba y las Filipinas, la isla se convirtió en una colonia estadounidense tras la guerra entre España y Estados Unidos de 1898. Con la Ley Jones de 1917, los puertorriqueños recibieron la ciudadanía estadounidense y también fueron obligados a cumplir con el servicio militar, y ambos aspectos potenciaron la migración hacia el continente. La historiadora Virginia Sánchez Korrol ha observado que restaurantes con nombres como El Paraíso se convirtieron en importantes centros comunitarios en Spanish Harlem por la manera en que animaban a los recién llegados con platos familiares como el arroz con gandules verdes, buñuelos de bacalao y el mofongo con tostones. La Marqueta, un mercado al aire libre en el vecindario, suministraba a los compradores con frutas y verduras de las Antillas[12]. Además, el historiador Frederick Douglass Opie ha defendido que los inmigrantes latinos desde el Caribe también ejercieron una significativa influencia en el desarrollo de comidas afroamericanas ya desde el Renacimiento de Harlem[13].

El comerciante latino más prominente, Prudencio Unanue, emigró en su juventud desde su tierra natal vasca a Puerto Rico y finalmente edificó un imperio alimentario en el Caribe con el nombre de Goya. A finales de la década de 1920, Unanue importaba productos para la colonia española en el barrio de Chelsea en la ciudad de Nueva York, pero la Guerra Civil española (1936-1939) interrumpió su fuente de abastecimiento y le obligó a diversificar. Su decisión de dedicarse a la comida caribeña resultó ser muy rentable durante la postguerra con el enorme crecimiento de la migración desde Puerto Rico y las islas vecinas. Goya pronto comenzó a abrir empacadoras y mercados locales de suministros también en el Caribe[14].

Los restaurantes de comida rápida surgieron como otro segmento importante del mercado latino en el período de la postguerra. Taco Bell ha llegado a ocupar tanto espacio en este campo que incluso muchos latinos se creen lo que dice la página de internet de la compañía, que dice que la cubierta del taco, una tortilla prefrita en forma de “u”, fue inventada a principios de los 50 por un vendedor de perritos calientes de San Bernardino, California, con el nombre de Glen Bell. Esta historia sobre el origen del taco como comida rápida coincide con lo que señalan los críticos de la “MacDonalización” sobre el extremo al que la tecnología moderna y la estandarización corporativa implantada por intrusos han destrozado el sabor auténtico de las cocinas campesinas. Como sea, una búsqueda en los registros de la Oficina de Patentes de los EE.UU. revela que la patente de la cubierta original del taco fue consignada a nombre de Juvencio Maldonado, un emigrante mexicano que regentó un exitoso restaurante en la ciudad de Nueva York llamado Xochitl desde los 1930 hasta los 1960. Bell levantó su fortuna no por el empleo de tecnología, sino por franquiciar el exotismo étnico y dar oportunidad a los consumidores angloamericanos de probar la comida mexicana sin tener que cruzar las líneas informales de segregación en la era de la postguerra[15].

A pesar de la disponibilidad de marcas latinas como Goya, durante décadas la mayoría de consumidores de los EE.UU. pareció preferir Taco Bell, Frito-Lay y Old El Paso. Estas empresas no sólo transformaron los sabores de los alimentos latinos –Glen Bell creó su salsa a partir de salsa de chile para perritos calientes–, sino que también recurrieron a anuncios con un marcado tono racista, como en la campaña de Frito Bandito en los años 60 o el perro de Taco Bell en los 90, que comparaban a los latinos con criminales y perros respectivamente. De todos modos, los consumidores se han ido concienciando y apreciando la calidad de comidas realmente elaboradas por latinos, sobre todo por la reciente propagación a lo largo del país de restaurantes y bodegas operados por emigrantes.

Globalización

Hacia finales del siglo XX, las comidas latinas estaban alcanzando una diversidad sin precedentes en los EE.UU. Antes de eso, los latinos emigraban principalmente desde el centro y el norte de México, si es que sus familias no vivían ya en Florida, el Suroeste o Puerto Rico antes de que esos territorios fuesen adquiridos por los Estados Unidos. La llegada de gente de todas partes de Latinoamérica se produjo no tanto por la Ley de Reforma Migratoria de 1965, que en realidad impuso cuotas restrictivas por primera vez para personas nacidas en las Américas, sino más bien por la intervención estadounidense en la región durante la Guerra Fría. Cada nuevo conflicto trajo poblaciones desplazadas a los EE.UU., desde la Revolución Cubana de 1959 a las dictaduras militares sudamericanas de los años 70 y las guerras civiles centroamericanas de los 80. Los exiliados políticos y los emigrantes económicos introdujeron nuevos tipos de cocina para restaurantes a la vez que las empresas procesadoras de comida latinoamericana comenzaron a abrirse espacio en mercados domésticos, incluso en relación con alimentos básicos (tortillas Maseca, pan Bimbo) y bebidas alcohólicas (vinos chilenos, cerveza Corona). De esta manera, la creciente importancia demográfica y el mayor estatus profesional de los latinos ha contribuido a un reconocimiento y interés más general hacia las comidas latinas.

Los emigrantes recién llegados perdieron poco tiempo en recrear sus cocinas nacionales. En los años 60, los exiliados transformaron Miami en una Pequeña Habana con restaurantes, cafés y vendedores ambulantes de la Calle Ocho. Entre tanto, las amas de casa de clase media consultaban sus preciadas copias de Cocina al minuto (1956), incluso sabiendo que la autora, Nitza Villapol, fue ampliamente considerada una traidora por haberse quedado en Cuba después del final de la Revolución Cubana. Una década después, los dominicanos lograron una presencia en el área de Washington Heights en la ciudad de Nueva York, y las bodegas se llenaron rápido de camarones fritos y pollos vivos para satisfacer los gustos dominicanos. Cuando el barrio de Adams Morgan en Washington DC se convirtió en el hogar de emigrantes centroamericanos en los 80, los restaurantes empezaron a vender pupusas y gallo pinto, una versión nicaragüense y costarricense del arroz con frijoles. Las cocinas regionales mexicanas se han hecho también más diversas, con salsa de mole zapotecas y mixtecas disponibles en restaurantes oaxaqueños en Los Ángeles, mientras que las migraciones en cadena han traído salbutes (tostadas) mayas desde el Yucatán hasta San Francisco.

Un cambio prometedor en los últimos años ha sido la gradual aceptación de las comidas latinas como muestra de gastronomía de calidad. La contracultura de la década de los 60 alentó una actitud escéptica hacia los alimentos procesados industrialmente y un renovado interés por las cocinas tradicionales del Sur global, Sudamérica incluida. Aunque el deseo por comidas más auténticas ha exotizado a los latinos en ocasiones, los comensales más sofisticados han saturado restaurantes de alto nivel sirviendo comidas peruanas, caribeñas, brasileñas y mexicanas, entre otras áreas latinoamericanas. Los diversos platos nacionales favoritos también se han reunido en torno a restaurantes “nuevo latino”, que presentan eclécticas combinaciones de comidas tales como ceviche, plátanos, carnes a la parrilla y salsas.

A pesar de estos logros, los latinos de clase trabajadora todavía sufren de discriminación generalizada. Muchos propietarios de camiones de venta de tacos confrontan las mismas formas de acoso padecidas el siglo pasado por las “reinas del chile”, incluso cuando estos vendedores son ciudadanos estadounidenses[16]. Las autoridades sanitarias, entre tanto, eligen como objetivo las comidas latinas como factores que favorecen a una supuesta epidemia de obesidad y diabetes. Mientras que es cierto que los latinos con pocos recursos padecen desproporcionadamente de estas condiciones, al igual que ocurre con el resto de clases trabajadoras en general, estigmatizar “conductas insalubres” ha sido un prolongado tema para los esfuerzos de reforma por parte de la clase media dirigidos a los pobres y los extranjeros. Un siglo atrás, las dietas de los emigrantes recibían críticas por el exceso de grano integral como el maíz y la falta de grasa y proteína, exactamente lo contrario de lo que se aconseja en la actualidad. La socióloga Airín Martínez ha descubierto que las madres latinas emigrantes tienen por lo general sólidas ideas sobre lo que significa “comer bien”, y que ellas hacen a menudo un gran esfuerzo para proveer alimentos saludables a sus familias. Pero al igual que los emigrantes del siglo XIX, sus esfuerzos sufren de las mismas restricciones estructurales provocadas por la pobreza y el acceso limitado a los alimentos frescos[17].

Sin lugar a dudas, los cocineros latinos han realizado grandes contribuciones a la mezcla de influencias y estilos que forman la cocina nacional. Las cocinas mestizas latinoamericanas ofrecen combinaciones sin igual de comidas llegadas de todas las partes del mundo que no sólo presentan los costosos ingredientes y elaboradas técnicas de la alta cocina francesa, sino más bien platos bastante saludables con sabores vibrantes. Rechazadas primero por los comensales victorianos y después imitadas por la industria alimentaria, las comidas latinas recientemente han conquistado la aceptación suficiente para ocupar el centro de la mesa. Si nosotros somos lo que comemos, entonces los Estados Unidos se está convirtiendo cada vez más en una nación latina.


Los puntos de vista y conclusiones incluidas en este documento pertenecen a los autores, y no se deberían interpretar como representación de las opiniones o políticas del Gobierno de Estados Unidos. Ninguna mención de marcas o productos comerciales constituye su aprobación por parte del Gobierno de Estados Unidos.


Notas

[1] Sophie D. Coe, America's First Cuisines (Austin: University of Texas Press, 1994), capítulos 2‐3.

[2] Jeffrey M. Pilcher, ¡Que vivan los tamales! Food and the Making of Mexican Identity (Albuquerque: University of New Mexico Press, 1998), capítulo 2.
[3] Elinor G. K. Melville, A Plague of Sheep: Environmental Consequences of the Conquest of Mexico (Cambridge: Cambridge University Press, 1997).
[4] Jeffrey M. Pilcher, Planet Taco: A Global History of Mexican Food (Nueva York: Oxford University Press, 2012), capítulo 2.
[5] Cruz Miguel Ortiz Cuadra, Puerto Rico en la olla, ¿Somos aún lo que comimos? (Aranjuez, España: Ediciones Doce Calles, 2006), 58‐64.
[6] Rio Grande Historical Collections, New Mexico State University Library, Las Cruces, Papeles de la Familia Amador, MS 4, caja 7, carpeta 1, libro de cocina manuscrito Refugio Ruiz de Amador.
[7] Victor M. Valle y Mary Lau Valle, Recipe of Memory: Five Generations of Mexican Cuisine (Nueva York: The New Press, 1995), 131; Pilcher, Planet Taco, capítulo 4.
[8] Jeffrey M. Pilcher, “Who Chased Out the ‘Chili Queens’? Gender, Race, and Urban Reform in San Antonio, Texas, 1880‐1943”, Food and Foodways 16, no. 3 (Julio 2008): 173‐200.
[9] Donna R. Gabaccia, We Are What We Eat: Ethnic Food and the Making of Americans (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1998).
[10] Margarita Calleja Pinedo, “Los empresarios en el comercio de frutas y hortalizas frescas de México a Estados Unidos”, en Empresarios migrantes mexicanos en Estados Unidos, ed. M. Basilia Valenzuela y Margarita Calleja Pinedo (Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 2009), 307‐43.
[11] Vanessa Fonseca, Fractal Capitalism and the Latinization of the U.S. Market (tesis doctoral, University of Texas, Austin, 2003), 28‐43.
[12] Virginia E. Sánchez Korrol, From Colonia to Community: The History of Puerto Ricans in New York City, rev. ed. (Berkeley: University of California Press, 1994), 55‐56, 63‐65.
[13] Fredrick Douglass Opie, Hogs and Hominy: Soul Food from Africa to America (Nueva York: Columbia University Press, 2008), 139‐53.
[14] Joel Denker, The World on a Plate: A Tour through the History of America's Ethnic Cuisine (Boulder, CO: Westview, 2003), 147‐62.
[15] Pilcher, Planet Taco, capítulo 5.
[16] Vicki Ruiz, “Citizen Restaurant: American Imaginaries, American Communities”, American Quarterly 60, no. 1 (Marzo 2008): 1‐21.
[17] Airín Martínez, Comiendo Bien: A Situational Analysis of the Transnational Processes Sustaining and Transforming Healthy Eating among Latino Immigrant Families in San Francisco (tesis doctoral, University of California, San Francisco, 2010).

Last updated: July 9, 2020