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12. Fuerzas armadas

Luchando en dos frentes: Latinos en el ejército

Lorena Oropeza
Latino Servicemen
Culturalmente, los latinos proceden de lugares que han valorado desde siempre la tradición del servicio militar. Históricamente, los latinos comenzaron a entrar en considerable número en los EE.UU. a causa de la guerra, primero en 1848 contra México y entonces en 1898 al final de la Guerra España-Estados Unidos. Políticamente, la mayoría de latinos estadounidenses debido a conquista cambiaron pronto su lealtad hacia este país, una pauta que se ha mantenido entre generaciones sucesivas de inmigrantes desde Cuba, México y, en los últimos años, los países de Centroamérica. Racialmente, los latinos ubican sus ancestros en Europa, las Américas y África, y por consecuencia han luchado durante mucho tiempo por recibir reconocimiento como iguales de los blancos en los EE.UU. Por todos estos motivos, los latinos no sólo han sentido profundo orgullo acerca de su historial de servicio militar, sino que también han empleado estrictamente su estatus como soldados y veteranos para promover el trato de igualdad y la integración para los latinos dentro de la sociedad estadounidense.

En el corazón de la experiencia latina moderna se encuentra el afán por una ciudadanía de primera clase. Dentro de este amplio marco, el servicio militar ofrece una irrefutable prueba de que los latinos son estadounidenses orgullosos de servir, luchar y morir por su patria, los EE.UU. Así, los defensores de la igualdad para los latinos a menudo recuerdan que estos han peleado en todos los conflictos bélicos estadounidenses desde la Revolución Americana hasta los combates actuales en Afganistán. Ellos también subrayan la remarcable cantidad de Medallas de Honor concedidas a este grupo (44 según el último conteo), así como otros muchos honores[1]. Aunque algunas voces discrepantes han aparecido ocasionalmente entre los latinos, en general los líderes étnicos han desarrollado una estrategia de derechos civiles que combina a partes iguales orgullo étnico y patriotismo. Con cada intervención militar estadounidense, los activistas de derechos civiles latinos han insistido en que el sacrificio durante tiempos de guerra amerita igualdad en tiempos de paz. Si bien esta estrategia de derechos civiles alcanzó su apogeo durante el período de la Segunda Guerra Mundial entre los mexicano-americanos, todavía resuena en la actualidad.

En 2012, incluso la búsqueda más breve en internet mostraba un extraordinario número de libros, documentales y páginas electrónicas dedicadas a describir el servicio militar latino. Con testimonios como “los hispanos americanos han contribuido valientemente a la defensa de nuestra nación”, incluido en una publicación de hace unas décadas, todos esos relatos transmiten el poderoso mensaje de que los latinos tendrían que ser considerados como genuinos héroes nacionales[2]. El mensaje importa si se tiene en cuenta la obstinada percepción, también fácil de apreciar en internet hacia 2012, de que los latinos constituyen una población eminentemente inmigrante plagada de lealtades divididas[3]. De hecho, según el Censo de 2010, 62% de latinos habían nacido en los EE.UU[4]. Más importante, innumerables latinos inmigrantes a lo largo de los años han luchado por su país adoptivo, a menudo con la esperanza de obtener la ciudadanía.

El afán por la inclusión a partir del servicio militar, además, afecta no sólo a hombres que participan en ese servicio. Familias completas se enorgullecen de las contribuciones realizadas por sus seres queridos durante los conflictos militares, al mismo tiempo que guardan luto por sus lesiones o su ausencia. Es más, estos familiares han deseado un tratamiento más justo a cambio de los sacrificios realizados por su persona amada. En realidad, incluso si una estrategia ligada a los derechos civiles se enfocase principalmente en hombres soldados y marinos, lo cierto es que las mujeres latinas han colaborado con los esfuerzos bélicos como mínimo desde la Segunda Guerra Mundial. Durante ese conflicto, ellas sirvieron como enfermeras, personal administrativo y como miembros de fuerzas auxiliares como el Cuerpo Militar Femenino del Ejército (WACS, por sus siglas en inglés) y Mujeres Aceptadas para Servicios Voluntarios de Emergencia de la Marina WAVES, por sus siglas en inglés). Esta tradición de servicio continuó en conflictos posteriores, mientras que en los últimos tiempos, ¡la inscripción de latinas en las fuerzas armadas ha superado la de los latinos![5] Tal como los hombres latinos han hecho durante tantos años, las mujeres latinas consideran el servicio militar como un vehículo de asimilación y de progreso económico. Impacientes por moverse desde los márgenes hacia el centro de la sociedad, ellas también han concedido importancia a las fuerzas armadas.

En definitiva, una posición vinculada a los derechos civiles delimita el tema de “latinos en el ejército” en sí mismo. Si se tiene en cuenta el tono reciente que ha adquirido el término “latino”, por ejemplo, cualquier estudio sobre latinos en las fuerzas armadas consiste, al menos en parte, en un proyecto de investigación sobre tiempos previos a la existencia de este término. Por esa razón, los primeros “latinos” que lucharon en guerras estadounidenses no pertenecían a minorías étnicas dentro de los EE.UU., sino súbditos bajo el imperio colonial español. Incluso más relevador es el modo tan general en que muchas de esas investigaciones definen lo “latino”. Históricamente, las personas cuyas familias son originarias de México, Puerto Rico y Cuba han formado los grupos más grandes de latinos. El tema “latinos en el ejército”, no obstante, suscita la mención de hazañas protagonizadas por aquellos cuyos antepasados procedían no solamente de Latinoamérica, sino también de las islas Canarias, la isla de Menorca y diversos puntos de la península Ibérica, ¡Portugal incluido![6] Desde la perspectiva de los derechos civiles, no obstante, este tipo de integración cronológica y geográfica tiene sentido. Un abanico de definiciones sobre la noción de latino tan amplio como resulte posible maximiza el número de héroes latinos y, de manera implícita, refuerza el argumento de que todos los latinos se merecen una ciudadanía de primera clase. Asimismo, se puede argumentar (y a menudo se ha argumentado) que los hombres militares hispanohablantes y con apellido hispano provenían de una herencia militar común que concedía un alto valor al servicio y al coraje en el campo de batalla. Ciertamente, el primer héroe militar latino, don Bernardo de Gálvez y Madrid, el gobernador español de Luisiana, recibió todo tipo de elogios precisamente por esos argumentos. Incluso antes de que España declarase la guerra a su rival imperial en 1779, Gálvez, un nativo de la provincia española de Málaga, había ya demostrado su simpatía por los objetivos de la independencia estadounidense al prevenir el contrabando británico a través del puerto de Nueva Orleans, pero mirar al otro lado mientras los transportes de armas y suministros estadounidenses viajaban hacia el norte por el Misisipí. Ya una vez oficialmente en estado de guerra, Gálvez erigió un ejército multirracial y multiétnico que comprendía tropas de México, Cuba y Puerto Rico. Estas tropas sacaron a las fuerzas británicas de los fuertes a orillas del río Misisipí, y entonces hacia el oeste hasta llegar a Pensacola, Florida, en una campaña popular incesantemente exitosa. En un tiempo en que los británicos bloqueaban los puertos atlánticos, la campaña de Gálvez permitió mantener abiertas líneas de suministros vitales hacia el Caribe. La última batalla por mar y tierra en Pensacola, entonces capital de la Florida británica, permitió además a Gálvez demostrar su intrépido carácter. Por haberse atrevido a quebrar la entrada a la bahía de Pensacola en un momento en que otros comandantes españoles se mostraron más dubitativos, Gálvez recibió permiso por parte de la corona española para usar las palabras “Yo solo” en el escudo de armas de su familia[7].

En una carrera naval que se extendió desde la Guerra de 1812 hasta la Guerra Civil, el almirante Davis Glasgow Farragut alcanzó una reputación de osadía similar. Hijo de un mercader marítimo menorquín que se había establecido en Carolina del Sur justo a tiempo para unirse a la causa por la independencia estadounidense, el joven Farragut se unió a la Armada de los EE.UU. a la edad de 9 años. A los 12, él transportó un barco británico capturado a puerto. A eso siguió más entrenamiento y misiones en el Caribe. Hacia 1854, Farragut estaba en California, al parecer usando tanto inglés como español para establecer los astilleros navales Mare Island en la parte norte del estado. A pesar de haber nacido y crecido en el sur, se mantuvo leal a la Unión cuando estalló la Guerra Civil en la siguiente década. Durante la batalla de la bahía de Mobile, Farragut dio la famosa orden de que avanzasen los barcos de la Unión en aguas infestadas de minas. Según la tradición marina, Farragut exclamó “Al diablo con los torpedos. ¡A toda velocidad!”. Como resultado de este enorme servicio, se convirtió en el primer contraalmirante de la Armada, primer vicealmirante y, finalmente, primer almirante, con el añadido de que estos cargos fueron ideados a su medida. Mientras que la herencia hispánica de Farragut resultaba más atenuada que la de Gálvez, él continuó estando orgulloso de ella, hasta tal punto que insistió en visitar España y sus islas mediterráneas en un viaje antes de morir[8].

Ni Gálvez ni Farragut, no obstante, entendieron sus acciones como parte de una tradición de derechos civiles, y mucho menos llegaron a verse como miembros de una minoría marginada. Por otra parte, los tejanos (tejanos mexicanos) del siglo XIX que lucharon por la independencia de Texas sí se vieron en esa situación. Es muy conocido el lamento de uno de estos tejanos, Juan Nepomuceno Seguín, sobre haberse convertido en “un extranjero en mi propia tierra”. Tras ganar la independencia en 1821, la joven república mexicana había dado la bienvenida a la inmigración estadounidense a Texas con la esperanza de espolear el desarrollo económico. Hacia mediados de los 1830, estos inmigrantes estadounidenses no solamente superaban a los tejanos en una proporción de 10 a 1, sino que también deseaban romper con la tutela mexicana. Algunos tejanos como Seguín coincidieron en su oposición contra el gobierno mexicano. Siete de ellos se unieron a los cerca de doscientos rebeldes que se habían reunido en una antigua misión de San Antonio reconvertida en barracas militares con el nombre de El Alamo. En ese lugar, el grupo decidió pronunciarse en contra del ejército mexicano, y juró defender El Alamo con su vida si fuese necesario. Seguín, quien había recibido la arriesgada pero eventualmente fútil misión de buscar refuerzos, fue uno de los pocos que escapó a la masacre[9].

Aunque no consistiese estrictamente en un conflicto estadounidense, la lucha texana por la independencia marcó la primera vez que los latinos buscaron un trato de igualdad en relación con el servicio militar. En total, docenas de tejanos pelearon al lado de Sam Houston y Stephen Austin, pero esos tejanos pronto descubrieron que los texanos no les recordaban en cualquier momento en que se conmemoraba El Alamo. En lugar de eso, tras la estela de la guerra, la gente de descendencia mexicana se vio sometida a severos prejuicios, invasión de tierras y enajenación económica. Reacios a aceptar esta situación, los veteranos tejanos solicitaron indemnizaciones de modo continuo. Por ejemplo, tan tarde como en 1875 un grupo de tejanos redactó una carta para el auditor del estado pidiéndole que les proporcionara pensiones como las que otros veteranos del movimiento por la independencia habían recibido durante años. Si bien este tipo de solicitudes solían caer en saco roto, se volverían a emplear la misma estrategia para alcanzar la igualdad un siglo después a lo largo del Suroeste[10].

Los acontecimientos en Texas, además, influyeron claramente en el estallido de la guerra entre los EE.UU. y México 10 años más tarde. En 1846, México abarcaba los actuales estados de Nuevo México, Arizona y California, así como partes de Colorado, Utah y Wyoming. México también reclamaba Texas, aunque los texanos no estuvieran de acuerdo. Después de que los EE.UU. anexionaran ese estado en 1845, las relaciones entre los dos países se deterioraron muy rápido. El año siguiente, el presidente James K. Polk solicitó formalmente una declaración de guerra, y hacia marzo de 1847 soldados estadounidenses se dirigían hacia la Ciudad de México desde el puerto de Veracruz. No obstante, hubo relativamente pocos enfrentamientos a lo largo de la frontera septentrional de México. Ya presagiando una eventual victoria de los EE.UU., los cerca de cien mil mexicanos en lo que se convertiría en el Suroeste estadounidense compartían un sentimiento generalizado de pérdida y vulnerabilidad. Tras siglos de mando hispanohablante, la región estaba a punto de ser anexionada por los EE.UU. Entre los que empuñaron las armas, sin embargo, unos cuantos lo hicieron en el bando estadounidense. En el sur de California, por ejemplo, el apoyo a la anexión fue tan alto que dos hijos de familias prominentes se unieron a la caballería de los EE.UU. y participaron en una escaramuza a las afueras de San Diego contra otros ciudadanos mexicanos[11].

Dada la escasez de enfrentamientos en el norte, no obstante, mucho más significativo que cualquier comparecencia individual en combate fue el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848 que terminó con la guerra. En ese momento, los tribunales estadounidenses solamente reconocían a los blancos como ciudadanos. El tratado, al ofrecer la promesa de ciudadanía estadounidense para los mexicanos en los territorios cedidos, entrañaba la posibilidad de que ellos pudieran ser legalmente “blancos”. La realidad social, por supuesto, resultaba bastante diferente. En 1848, se percibía a los mexicanos como un enemigo despreciable y derrotado en dos ocasiones. Si se piensa en las ideologías raciales dominantes en esa época, se juzgaba también a los mexicanos como inferiores porque presentaban una mezcla de razas europea, indígena y africana[12]. De todos modos, en su condición de “blancos”, los mexicanos siempre sirvieron en unidades regulares de las fuerzas armadas estadounidenses. Con la importante excepción de los puertorriqueños de piel más oscura, otros latinos compartieron este mismo privilegio. Al menos en el campo de batalla, la sociedad estadounidense mostró la capacidad de percibir a los mexicano-americanos y al resto de latinos como iguales. No es de extrañar que posteriormente los latinos aprovechasen este débil privilegio para intentar lograr igualdad en otras áreas de sus vidas.

De manera más inmediata, la Guerra Civil demostró lo estrechamente vinculados que los latinos se identificaron con la cultura estadounidense en general que los rodeaba tanto en el norte como en el sur. De hecho, desde Texas hasta California, los latinos lucharon con valentía como parte de los ejércitos confederados y de la Unión. De cualquier modo, los esfuerzos de los nuevo mexicanos hispanohablantes resultaron especialmente importantes para obstaculizar los planes confederados para controlar todo el Suroeste. Se estima que cerca de 2500 nuevo mexicanos se unieron a los 3800 voluntarios que en Nuevo México formaron parte del ejército de la Unión en el Oeste[13]. Aunque en raras ocasiones contaban con preparación profesional, muchos de estos hablantes de español venían de áreas rurales aisladas, donde ellos habían pasado años a caballo protegiendo sus aldeas natales de las incursiones indígenas. Tanto la familiaridad con el terreno como las indudables destrezas guerreras resultaron de gran utilidad en la extenuante batalla del Puerto de la Glorieta, cuando los nuevo mexicanos hispanohablantes ayudaron a aniquilar las líneas de abastecimiento confederadas en los territorios septentrionales de Nuevo México. Más adelante, sin embargo, al menos algunos hispanohablantes sintieron la decepción de, en lugar de ser recompensados por sus esfuerzos, tener que soportar las arremetidas de especuladores sin prejuicios y de decisiones judiciales tendenciosas, en ambos casos con el objetivo de alejarles de casi todas sus propiedades[14]. Incluso con el recuerdo de estas pérdidas todavía presente, esta población continuó sirviendo a los EE.UU. con gran valor en las guerras posteriores.

Un indicador importante de ese valor brotó durante la Guerra Civil. En el año 1862, el presidente Abraham Lincoln estableció la Medalla de Honor como el reconocimiento nacional más importante por un servicio militar extraordinario. Durante ese conflicto, tres latinos fueron galardonados con ese honor –los tres primeros del total presente de 44–. Como recordatorio de que los EE.UU. han sido un resguardo para los inmigrantes desde hace mucho tiempo, los tres fueron Joseph H. De Castro, un hombre nacido en Boston, muy posiblemente de origen canario; Philip Bazaar, un inmigrante chileno que se había establecido en Massachusetts, y John Ortega, un inmigrante español que había encontrado un nuevo hogar en Pensilvania[15]. Como ya dijimos antes, ninguno de estos individuos se consideró a sí mismo como representante de un grupo más numeroso de inmigrantes o de hablantes de español, y mucho menos como combatientes en una lucha más extensa para conseguir igualdad; pero post facto, sus heroicas acciones añadieron definitivamente más brillo a la historia de los latinos en el servicio militar.

Durante la Guerra Civil, los estadounidenses aplicaron la etiqueta “español” a incontables puertorriqueños y cubanos porque ambas islas todavía eran parte del imperio español en las Américas. Los independentistas de esos dos países pasaron las décadas siguientes luchando con palabras y obras para cambiar ese estatus. En 1868, los puertorriqueños lanzaron una insurrección armada con el nombre de El Grito de Lares para obtener la independencia inmediata. Ese mismo año, estalló en Cuba la Guerra de los Diez Años, seguida por la Guerra Chiquita (1879-1880), en ambos casos con el propósito de romper los lazos con España. Con los EE.UU. como cuartel general, el gran patriota cubano José Martí recabó apoyo a la independencia entre la comunidad inmigrante y el público estadounidense en general. En 1895, los cubanos emprendieron otra gran acción bélica en pro de la independencia, y la participación estadounidense en esta ocasión tres años después ratificó la derrota de los españoles y marcó la evaluación de los EE.UU. de imperio continental a global. A pesar de su voluntad demostrada de morir por la libertad, sin embargo, la guerra no cumplió con las aspiraciones de independencia de muchos cubanos y puertorriqueños.

En Cuba, los estadounidenses y los cubanos se enfrentaron al mismo enemigo, pero por lo general lucharon por separado. Si bien algunos estadounidenses reconocieron los avances que los mal equipados guerrilleros lograron ante las tropas regulares españolas, otros rápidamente se formaron una visión negativa de los soldados cubanos, en especial de los de origen africano. A estos se les etiquetaba como “sucios”, “un montón de mestizos miserables” e “inútiles”[16]. Pese a las malas actitudes sobre los combatientes cubanos, los políticos estadounidenses tuvieron muy en cuenta el valor estratégico de la isla, y hacia el final de la guerra, los EE.UU. habían ganado una base naval en Guantánamo y, hasta 1934, se reservaron el derecho a intervenir en los asuntos exteriores y comerciales de la isla. La estrecha relación entre los dos países después de 1898 es, además, una de las razones por las que miles de exiliados cubanos salieron hacia los EE.UU. después de que otra revolución golpease la isla en 1959.

Por motivos estratégicos, los EE.UU. decidieron mantener un control directo sobre Puerto Rico, que al igual que Cuba había servido como puesto de avanzada militar para España. Así, las operaciones militares habían constituido una parte básica de la historia colonial de la isla durante siglos. El estatus de Puerto Rico como territorio de los EE.UU., no obstante, complicó la relación entre servicio militar e igualdad de derechos. Por un lado, los recién llegados estadounidenses inmediatamente ofrecían a los hombres en la isla la oportunidad de recibir entrenamiento militar bajo el auspicio del ejército de los EE.UU. Más de cuatrocientos hombres enseguida formaron el “Regimiento Provisional Puertorriqueño de Infantería”[17]. Por otro lado, los estadounidenses no vieron ninguna razón sólida para ofrecer la ciudadanía a los puertorriqueños. En 1899, incluso los más comprensivos percibían la población de la isla como “ingenua”, “indolente” y demasiado aficionada al “vino, las mujeres, la música y el baile”. Los EE.UU., en cambio, establecieron un intenso programa de estadounificación para la isla, del cual el entrenamiento militar representaba solamente un aspecto, como paso previo a la ciudadanía. No hasta marzo de 1917, el Congreso, por medio de la Ley Jones, designó a los puertorriqueños ciudadanos de los EE.UU. La misma legislación también hizo posible que más de 236000 residentes de Puerto Rico se convirtieran inmediatamente en elegibles para el alistamiento. Al mes siguiente, los EE.UU. entraron en la Primera Guerra Mundial[18].

Desde entonces, los críticos de la política estadounidense han tildado de sospechoso el momento en que se promulgó la Ley Jones, sugiriendo de modo implícito que el motivo oculto del gobierno de los EE.UU. para otorgar la ciudadanía a los puertorriqueños residía en aumentar el número de hombres en edad militar disponibles en vísperas de la guerra. Para la desesperación de muchos isleños, sin embargo, nada pudo quedar más lejos de la verdad. Los puertorriqueños se enrolaron con entusiasmo en las fuerzas armadas, recibieron entrenamiento en la isla y, al final, unos 18000 lucharon en la guerra. Como anteriores súbditos coloniales de España, los puertorriqueños pusieron atención especial a la llamada por la autodeterminación de todas las naciones. Tanto si preferían la condición de estado o la independencia o cualquier cosa entre medio, muchos puertorriqueños tenían la esperanza de que servir en el ejército de los EE.UU. podría resultar una vía para alcanzar sus metas políticas. Al mismo tiempo, para los campesinos más pobres, los jíbaros de la isla, el servicio militar constituía probablemente un paso de carácter más económico que político: significaba tres comidas decentes al día y un par de zapatos. Si el ejército pudo encontrar botas adecuadas para los anchos pies de personas que habían andado descalzas toda su vida, las aspiraciones políticas puertorriqueñas quedaron bastante defraudadas. Desde el principio, los mandos militares decidieron que los isleños, como los afroamericanos en el continente, eran los más adecuados solamente para tareas de servicio, por ejemplo vigilantes de cocinas o miembros de batallones de trabajo. Aunque algunos componentes del Regimiento Puertorriqueño fueron asignados a la guardia del Canal de Panamá, una tarea importante, ningún isleño llegó a participar de los combates en la Primera Guerra Mundial[19].

Por consiguiente, los únicos puertorriqueños que lucharon en Francia durante la Primera Guerra Mundial fueron los que habían emigrado previamente al continente. Ellos soportaron un ejército segregado. Incluso antes de la guerra, los mandos militares estadounidenses en Camp Las Casas, la principal instalación de entrenamiento en la isla, había separado de forma rutinaria a los soldados puertorriqueños en las categorías de “blanco” y “negro”. Una vez que los EE.UU. entraron en la Primera Guerra Mundial, los oficiales en el continente hicieron lo mismo, dejando a los puertorriqueños de tez clara unirse a las unidades regulares mientras que los de piel oscura ingresaban en unidades afroamericanas. Mientras que el estatus como “blancos” dificulta recoger información sobre puertorriqueños en unidades regulares, se sabe más acerca del destino de sus congéneres “negros”, en especial los que acabaron combatiendo – y tocando música – con el 369 Regimiento de Infantería procedente de Harlem. El 369 era una de las pocas unidades militares afroamericanas que acumularon experiencia de combate durante la guerra. Tras pelear durante 191 días sin perder un solo hombre ni perder una pulgada de terreno, el regimiento se ganó el apodo de los “guerreros del infierno de Harlem”, y cada soldado fue galardonado con la Cruz de Guerra por parte de un agradecido gobierno francés. El regimiento se hizo además famoso por introducir el jazz en Europa. Quizá tras oír sobre el supuesto apego de los puertorriqueños hacia la música y el baile, el líder de la banda del 369 había viajado a la isla para reclutar músicos talentosos justo antes de que la unidad saliera a su misión[20].

Aunque en general se sentían orgullosos de su aportación al esfuerzo militar, para ciertos puertorriqueños la mayor y más dolorosa lección de la Primera Guerra Mundial fue la tradición estadounidense de segregación racial basada en el pensamiento supremacista blanco. Una notable minoría de mexicano-americanos en Texas, no obstante, valoraron la guerra como una excelente oportunidad de derribar esa fea tradición, y lo probaron bajo tremendos riesgos. Los años previos a la Primera Guerra Mundial coincidieron con una violenta y extensa reacción en contra de la inmigración mexicana, cuando cerca de un millón de personas había huido del infortunio político y económico provocado por la Revolución Mexicana de 1910-1917. Y aun peor, la violencia de la revolución cruzó la frontera en varias ocasiones, lo cual agravó más los sentimientos anti-mexicanos. Entonces, las noticias en 1917 acerca del Telegrama Zimmermann conmocionaron intensamente a muchos estadounidenses. En concreto, el despacho diplomático alemán proponía una alianza mexicano-germana basada parcialmente en el apoyo alemán a una reincorporación mexicana del Suroeste de los EE.UU. Aunque México rechazó en el acto semejante propuesta por absurda, el telegrama empujó a las autoridades estadounidenses en Texas a empezar a espiar a los inmigrantes mexicanos y a los mexicano-americanos. Más que nunca, los estadounidenses se mostraron convencidos de que la gente de origen mexicano no eran solamente extranjeros, sino también sospechosos de ciertas actividades políticas. Bajo estas circunstancias, muchos estadounidenses percibieron lo que muchos calificaban como el “éxodo mexicano” como la prueba irrefutable de la deslealtad y cobardía de un grupo étnico. Durante la guerra, muchos inmigrantes (y algunos tejanos nacidos en los EE.UU.) se dirigieron hacia el sur y cruzaron la frontera en lugar de arriesgarse a ser reclutados. Todavía más próximos a identificarse con el estado-nación mexicano que con el estadounidense, estos hombres creían que la Primera Guerra Mundial no era en realidad su lucha[21].

Precisamente para contrarrestar tales sentimientos, los EE.UU. instituyeron un programa para asimilar a los inmigrantes en el ejército con el nombre de Camp Gordon Plan. En esos años, la población inmigrante en el país, procedente no sólo de México sino también Europa y Asia, se acercaba a 12% del total de habitantes, una cifra récord. El ejército de los EE.UU. se sintió cada vez más preocupado de que tal cantidad de soldados inmigrantes pudiera debilitar la capacidad de combate. En el nivel más básico, los inmigrantes no necesariamente hablaban inglés ni sabían sobre las metas bélicas de los EE.UU. Aplicado en instalaciones de entrenamiento en distintas partes del país, el plan Camp Gordon ordenaba temporalmente la división de las personas que no hablaban inglés en varios grupos lingüísticos y les ofrecía programas de formación especializada para levantar la moral y promover la unidad. Para cerca de seiscientos mexicanos y mexicano-americanos, por lo tanto, una primera parada antes de salir hacia Francia era Camp Cody, a las afueras de Deming, Nuevo México, donde oficiales hispanohablantes enseñaban a los soldados las suficientes destrezas lingüísticas en inglés para convertirse en “valiosas unidades de lucha”. Cientos de otros soldados latinos tanto inmigrantes como ciudadanos, tomaron cursos similares en otros lugares. Aunque el estatus como “blancos” de todos los soldados de origen mexicano de nuevo dificultaba cifrar el número exacto de combatientes en la Primera Guerra Mundial, se cree que los participantes en estos cursos podrían abarcar miles, o incluso decenas de miles[22].

A pesar del éxodo mexicano, lo cierto es que la guerra produjo su cuota de héroes latinos. Entre los inmigrantes mexicanos que combatieron, por ejemplo, Marcelino Serna destacó por capturar él solo a 24 soldados alemanes después de que una bala le rozó la cabeza. Tal vez aun más impresionante fue que Serna impidió que otro soldado estadounidense ejecutase de manera sumaria a todos los cautivos en ese momento de intensidad. Otro héroe fue el estadounidense David Barkley, nativo de Laredo, Texas. Los prejuicios anti-mexicanos eran tan intensos en esos momentos que Barkley, reclutado a la edad de 17 años, hizo todo lo posible para ocultar a sus superiores que su madre era una tejana. Falleció en Francia después de una peligrosa misión de espionaje que incluyó cruzar un río congelado, y su esfuerzo para esconder sus raíces mexicanas fue tan exhaustivo, que hasta 1989 no se le otorgó el reconocimiento como uno de los primeros recipientes mexicano-americanos de la Medalla de Honor por su máximo sacrificio ese día[23].

Tras responder la llamada del presidente Wilson para hacer el mundo más seguro para la democracia, asimismo, un buen número de tejanos regresó a su hogar con la ilusión de convertir Texas en un estado más democrático y más seguro para los mexicano-americanos. Ellos estaban convencidos de que un primer paso en esa dirección consistiría en presentar su expediente militar como prueba de su compromiso con los EE.UU. “Nuestro sacrificio en el campo de batalla es el acto extremo de protesta en contra de un grupo específico de ciudadanos mezquinos que nunca han conseguido quitarse de encima sus prejuicios raciales hacia nuestra gente”, declaró José de la Luz Saenz, un maestro de escuela de Dittlinger, Texas. Por su parte, Manuel C. Gonzales, de San Antonio, se preguntaba si los mexicano-americanos después de la guerra serían aceptados como ciudadanos tal como ello habían sido aceptados como soldados. “En un tiempo de paz, ¿serán las buenas personas de nuestro país capaces de recibirnos como estadounidenses?”, se preguntó, “¿o nos veremos obligados a regresar a nuestro rol como ʻextranjerosʼ hasta que estalle otra guerra?”. Para reforzar la primera opción, en 1929 Gonzales, Saenz y muchos otros veteranos ayudaron a fundar la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC), con el objetivo de luchar contra la segregación dirigida a los mexicano-americanos. Hasta el día de hoy, esta organización continúa siendo el grupo nacional más grande de defensa de los derechos civiles latinos[24].

Los años de gloria de la LULAC para derrotar la segregación en las cortes, sin embargo, tuvieron que esperar hasta la llegada de una nueva guerra y un cambio demográfico de mayoría inmigrante a mayoría de nacidos en el país. Hacia 1940, la gente de descendencia mexicana en los EE.UU. tenía el doble de probabilidad de haber nacido en este país que no. Muy a menudo, los hijos de inmigrantes que habían entrado en décadas anteriores se identificaban plenamente con el país de su nacimiento. Como resultado, se produjo una masiva participación mexicano-americana en la Segunda Guerra Mundial, con estadísticas recientes que apuntan a cerca de medio millón de personas de este grupo sirviendo en el conflicto[25]. Para muchos, una novedosa sensación de pertenencia acompañó esta experiencia. Por ejemplo, el soldado raso Armando Flores, de Corpus Christi, Texas, recordaba con ternura una reprimenda por poner las manos en los bolsillos durante un frío día de entrenamiento básico. “Los soldados estadounidenses siguen firmes en atención”, le dijo un teniente. “Ellos nunca guardan las manos dentro de sus bolsillos”. Años después, Florez todavía se maravillaba del significado de esa anécdota al decir: “¡Nadie nunca me había llamado estadounidense antes!”[26].

El masivo esfuerzo de movilización que la guerra exigió, además, garantizó una amplia participación de no combatientes. Innumerables latinas se unieron a las WACS del ejército, las WAVES de la armada u otras unidades femeninas auxiliares similares asociadas con las fuerzas aéreas de los EE.UU. Con solamente 19 años de edad, Maria Sally Salazar, de Laredo, Texas, estaba tan impaciente por entrar en las WACS que tomó prestado el certificado de nacimiento de su hermana para aparentar que tenía 21 años, la edad mínima requerida para el reclutamiento de las mujeres. Después del entrenamiento básico, ella pasó 18 meses en la selva filipina trabajando en un edificio administrativo, pero también asistiendo a los soldados heridos si era necesario[27]. Asimismo, miles de mujeres y hombres mexicano-americanos hallaron trabajo en las industrias de defensa, una oportunidad que casi se les llegó a denegar porque el prejuicio anti-mexicano se mantenía muy alto. Aunque el presidente Franklin Roosevelt había expedido una orden ejecutiva en 1941 prohibiendo la discriminación en contrataciones por parte de las industrias de defensa, la aparentemente ilimitada necesidad de mano de obra resultó mucho más efectiva para barrer la reticencia a contratar trabajadores latinos. El resultado de todo ello fue que con frecuencia el sacrificio en tiempos de guerra se convirtió en un asunto familiar. La familia Sanchez, trasladada desde Bernalillo, Nuevo México, al sur de California antes de la guerra, es un buen ejemplo. De 10 hermanos adultos, tres hermanas se convirtieron cada una en “Rosita la remachadora”, y todos los cinco hermanos sirvieron: dos soldados del ejército, un médico militar, un “seabee” –dentro del Batallón de Construcción de la Armada de los EE.UU.– y el mayor, que cumplió 50 años durante la guerra, vigilante de ataques aéreos en la defensa civil. La participación de la familia fue tan exhaustiva que sus miembros recuerdan estar esperando noticias sobre la suerte de uno de los hermanos durante la batalla de las Árdenas justamente después de enterarse de que otro de ellos había fallecido en combate en las Filipinas[28].

Con buenas razones, los mexicano-americanos se sentían tremendamente orgullosos de su historial de combate durante la Segunda Guerra Mundial. Así, una minúscula línea de dos cuadras en Silvis, Illinois, originalmente colonizada por trabajadores ferroviarios mexicanos, se ganó el apodo de “Calle de los Héroes” por haber enviado el sensacional número de 45 hijos a la guerra. Asignados a las Filipinas por su habilidad de comunicarse en español con sus aliados filipinos, muchos indígenas de Nuevo México experimentaron los horrores de la Marcha de la Muerte de Bataán. Al identificar la etnicidad mediante la revisión de apellidos españoles y a la vez el lugar de nacimiento, se ve claramente que al menos 11 mexicano-americanos recibieron la Medalla de Honor durante el conflicto. Entre ellos se encontraba Joseph. P. Martínez, un hijo de inmigrantes y cultivador de remolachas en Colorado antes del conflicto. Gracias a liderar un peligroso y a la vez estratégicamente crítico ataque en una montaña cubierta de nieve en la isla aleutiana de Attu, Martínez recibió ese honor de modo póstumo, el primer recluta merecedor de tal reconocimiento. Muchos componentes de grupos étnicos atribuyeron su voluntad de servir, y de hacerlo de manera tan valiente, a su herencia cultural insólita, enraizada en las sociedades ibérica e indígena a la vez. Tal como explicó Silvestre Herrera, otro recipiente de la Medalla de Honor, su decisión de entrar en un campo de minas y atacar en solitario un puesto enemigo en Francia –lo que le costó perder ambos pies por una explosión –, “yo soy un mexicano-americano y nosotros tenemos una tradición. Se supone que somos hombres, no afeminados”[29].

No resulta sorprendente que, después de la guerra, los mexicano-americanos encontrasen la constante desigualdad profundamente irónica y cada vez más intolerable. En reconocimiento al heroísmo de Herrera, por ejemplo, el gobernador de Arizona decidió nombrar el 14 de agosto de 1945 como el Día de Silvestre Herrera[30]. Por desgracia, antes de esa fecha el gobernador tuvo también que ordenar a algunos negocios de Phoenix que quitasen señales que decían “No al comercio con México”. De modo similar, hacia el final de la guerra el propietario del Café Oasis en Richmond, Texas, específico que él sólo servía a la clientela angloamericana. Cuando se le pidió que abandonase el local, Macario García, otro recipiente de una Medalla de Honor, se negó a hacerlo y comenzó una riña con el dueño. Aunque los representantes de la ley acusaron a García de agresión con agravantes, él ganó en el tribunal de la opinión pública nacional, en especial cuando la estrella radiofónica Walter Winchell denunció la injusticia del incidente en su programa. En general, después de pelear contra una dictadura fascista que defendía una ideología de supremacía racial, la idea de que el sacrificio en tiempo de guerra ameritaba igualdad en tiempo de paz resonó en muchos más estadounidenses que nunca[31].

Sin duda, el caso más famoso de tratamiento injusto sobre un veterano de la Segunda Guerra Mundial mexicano-americano ocurrió con el soldado raso Felix Longoria, de Three Rivers, Texas. Además, fue un caso que contribuyó notablemente al éxito de otra organización de derecho civiles enfocada en los problemas de los mexicano-americanos. En concreto, cuatro años después de su muerte en combate en las Filipinas en 1945, los restos de Longoria fueron enviados a los EE.UU. La funeraria local, sin embargo, rechazó la petición de la viuda, Beatrice, de emplear la capilla para un velatorio en su honor. Tal como explicó el director de la empresa entonces, “nosotros nunca hemos permitido que ellos [los mexicano-americanos] usen la capilla, y no vamos a comenzar con ello ahora”. Él tenía razón. Por todo el Suroeste, la segregación contra los mexicano-americanos perduró no tanto a un nivel legal, sino como costumbre social. Y, sin embargo, lo que había constituido una práctica común antes de la guerra ya no resultaba aceptable ni para los mexicano-americanos ni para sus aliados angloamericanos[32].

Un facultativo de Corpus Christi, Héctor P. García, lideró el movimiento para abordar esa injusticia. García, que había servido como médico en Europa durante la guerra, había formado al volver una organización llamada el Foro de Veteranos Americanos para garantizar la igualdad de trato para los veteranos de origen mexicano-americano en los hospitales de la Administración de Veteranos. Tras recibir una llamada de una hermana de Beatrice para pedirle que interviniese en la disputa con la funeraria, García llamó al director con el ánimo de que reconsiderase, pero su petición fue rápidamente rechazada. A García le pareció que la ironía de mantener la segregación incluso con soldados muertos representaba “una contradicción directa de aquellos principios por los cuales este soldado estadounidense hizo el máximo sacrificio”. Inmediatamente, García envió notas de protesta a medios de comunicación, políticos electos y funcionarios gubernamentales de alto nivel. Como respuesta, Lyndon B. Johnson, en ese momento un joven senador de Texas, amablemente ayudó para que Longoria fuera enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington. No obstante, el trabajo de García en el mundo de los derechos civiles acababa de comenzar. El incidente con Longoria impulsó al Foro de Veteranos Americanos a las primeras líneas de lucha por la igualdad mexicano-americana. Junto con la LULAC, durante los años 50 el Foro desafió con firmeza la segregación dirigida contra los mexicano-americanos. Las dos organizaciones tuvieron tanto éxito que las manifestaciones más evidentes de esa práctica se redujeron de modo drástico hacia finales de la década. Así, una estrategia de derechos civiles nacida después de la Primera Guerra Mundial logró su fruto tras la Segunda Guerra Mundial[33].

Desafortunadamente, la experiencia de los puertorriqueños durante la Segunda Guerra Mundial también reflejó su vivencia durante el conflicto global previo. De nuevo, los residentes de la isla se inscribieron o se presentaron voluntarios ávidamente con la doble esperanza de, por un lado, contribuir al esfuerzo bélico, y por el otro ayudar a Puerto Rico mediante una infusión de formación técnica y de dólares para gastos bélicos[34]. Y de nuevo, los funcionarios militares limitaron estas esperanzas. Aunque el clásico bolero La despedida tiene su origen en la era de la Segunda Guerra Mundial porque tantos soldados dejaron la isla durante esos años, el ejército prefería mantener a los puertorriqueños en funciones de seguridad y servicios. Bajo el mandato de defensa hemisférica, los miembros del 65 Regimiento de Infantería (antaño el regimiento provisional de la isla) estaban estacionados en lugares tan lejanos como las islas Galápagos y, de nuevo, en la zona del canal de Panamá, donde algunos soldados se convirtieron en sujetos de experimentos médicos del ejército sobre las consecuencias del gas mostaza[35]. Los investigadores militares concluyeron que los puertorriqueños se quemaban y tenían ampollas del mismo modo que los “blancos”. Por último, hacia finales de la guerra, unos pocos soldados de la isla llegaron a experimentar el combate directamente. Tras ser desplegados en el norte de África e Italia para proteger las líneas de suministro, cayeron bajo ataque de las fuerzas alemanas en Europa. Entre tanto, unas doscientas mujeres puertorriqueñas contribuyeron al esfuerzo militar al unirse a las WACS o las WAVES. Ellas recibieron entrenamiento en los EE.UU. y, desafortunadamente, en algunos casos soportaron discriminación antes de regresar a Puerto Rico[36].

Los puertorriqueños encontraron maneras de colaborar también en el continente. Los que sirvieron en las unidades regulares del ejército (en contraste con las afroamericanas orientadas al servicio) igualmente tuvieron experiencia de combate. Por ejemplo, algunos participaron en el Día D y estuvieron también en la batalla de las Árdenas. En ocasiones, una sola familia envió hijos desde la isla y desde el continente. Si bien muchas familias estadounidenses enviaron a múltiples hijos a la guerra, el estereotipo de las grandes familias católicas parecía realmente confirmarse en situaciones como la de los “Luchadores Medina”, que eran siete hermanos de una sola familia puertorriqueña dividida entre la isla y Brooklyn, todos militares. A nivel estatal, los oficiales estadounidenses propusieron a aviadores de Puerto Rico para una misión especial: el entreno de los afroamericanos que se convirtieron en los pilotos de Tuskegee en la Segunda Guerra Mundial. Ya fuese para entrenar a hombres negros o para ser sujetos de tests médicos en el ejército, los puertorriqueños vieron que la continua preocupación militar con las diferencias raciales enmarcó su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial[37].

No fue hasta la Guerra de Corea cuando los puertorriqueños tuvieron la oportunidad de mostrar su fuerza bélica en números ostensibles. Después del sorprendente estadillo inicial de la guerra en la península de Corea en junio de 1950, la necesidad urgente y repentina de personal propulsó al 65 Regimiento al frente de batalla, donde los soldados participaron en algunos de los combates más intensos de toda la guerra. Aunque las fuerzas armadas había sido desagregadas en 1948 por una orden presidencial, el 65 Regimiento, compuesto en exclusiva por gente de la isla, se mantuvo como una unidad puramente puertorriqueña. Orgullosos de su servicio, los soldados no tardaron en adoptar el apodo de “borinqueños”, un nombre que representaba tanto un tributo al nombre nativo original de la isla, Borinquen, como posiblemente también un guiño al pasado pirata de Puerto Rico y los tiempos de los bucaneros. Empujados al epicentro de una guerra que presentaba una primera línea cambiante a lo largo de un terreno agreste y montañoso, estos soldados isleños se esforzaron además a través de barro y nieve a medida que se enfrentaban a soldados enemigos norcoreanos y chinos. Hacia finales de 1951, el 65 Regimiento de Infantería había permanecido en batalla durante 460 días, había sufrido 1535 bajas y había tomado 2133 prisioneros, lo que venía a significar que ese regimiento había peleado durante más días, perdido menos hombres y tomado más prisioneros que otros regimientos similares en primera línea. Por ello no resultó nada sorprendente que el general Douglas MacArthur, quien hasta 1951 estuvo al mando de las operaciones militares en Corea, declarase que el 65 “estaba demostrando un coraje y una habilidad magníficos en el frente”[38]. Un estudio posterior de la Oficina del Gobernador de Puerto Rico también concluyó que los puertorriqueños habían padecido porcentajes de pérdidas desproporcionadamente mayores como resultado del enorme protagonismo del 65 Regimiento[39].

Para los políticos en la isla, asimismo, el soldado de Puerto Rico ejemplificaba la nueva relación profesional que ellos esperaban ver entre la isla y el continente. El 65 Regimiento era completamente puertorriqueño, pero al mismo tiempo completamente vinculado a los EE.UU. De modo gradual, los puertorriqueños se habían conformado con un punto intermedio entre la independencia y la categoría de estado: ellos preferían una autonomía máxima dentro de la órbita estadounidense. Así, de la misma manera que los mexicano-americanos usaron su experiencia de servicio militar para presionar por derechos civiles en su país, los puertorriqueños usaron el demostrado patriotismo de sus jóvenes hombres para mejorar la relación colonial entre la isla y los EE.UU. En la estela de la Segunda Guerra Mundial, los isleños habían recibido el derecho de elegir su propio gobernador. Durante el conflicto en Corea, los funcionarios estadounidenses despenalizaron tanto la bandera como el himno de Puerto Rico por primera vez desde 1898. Poco después, Puerto Rico se convirtió oficialmente en territorio autónomo de los Estados Unidos, un estatus entre la independencia y la condición de estado[40].

Estos pasos hacia la autonomía ocurrieron a pesar de una controvertida corte marcial con soldados puertorriqueños. En otoño de 1952, varios soldados del 65 Regimiento fueron acusados de desobedecer órdenes dos veces, primero al no atacar una colina, y segundo al negarse a cruzar un río. En un primer momento, 200 fueron arrestados, y de este grupo 94 fueron sometidos a un consejo de guerra y hallados culpables. No obstante, el ejército revocó enseguida esos veredictos y otorgó clemencia a los soldados. Al hacer eso, el ejército reconoció un gran obstáculo que el 65 Regimiento había encontrado en 1952: muchos de sus soldados era hablantes de español con un limitado conocimiento de inglés, mientras que la mayoría de los oficiales eran monolingües del inglés. En un principio, el regimiento se había vanagloriado de disponer de todo un contingente de suboficiales puertorriqueños bilingües (mandos militares directamente a cargo de los reclutas). Estos hombres habían sido destinados a otros lugares, como había ocurrido también con muchos soldados veteranos[41]. Los defensores del regimiento, además, apreciaron un patrón más amplio de prejuicio en las duras decisiones de los oficiales al mando. Dada la relevancia del 65 como símbolo de orgullo puertorriqueño y de una igualdad negada por tanto tiempo, algunos relatos sobre este regimiento comprensiblemente evitan cualquier mención a esos procesos marciales. De modo inconveniente para los activistas de derechos humanos, la historia al completo del 65 sugiere que el patriotismo latino tiene también sus límites.

Los mexicano-americanos aclararon ese punto durante la Guerra de Vietnam. Mientras miles de miembros de grupos étnicos contemplaron Corea como un conflicto inevitable dentro de la Guerra Fría, así como una nueva oportunidad para servir a su patria, algunos llegaron a una conclusión diferente con respecto a Vietnam. Unos pocos jóvenes varones mexico-americanos decidieron no participar en el conflicto y miles más, hombres y mujeres, marcharon en contra de la guerra. De hecho, hasta las manifestaciones nacionales de 2006 a favor de los derechos de los inmigrantes, la mayor protesta organizada latina había sido una marcha que tuvo lugar el 29 de agosto de 1970 en Los Ángeles. Organizada por el Comité Nacional Chicano por una Moratoria en Contra de la Guerra en Vietnam, los activistas chicanos mantuvieron la estrategia en favor de los derechos civiles consolidada durante la Segunda Guerra Mundial, pero con una pequeña particularidad. Mientras que los veteranos en la era posterior a la gran guerra habían reclamado igualdad bajo la premisa de su servicio militar, los chicanos contra la guerra preguntaron por qué tenían que continuar participando ante la evidencia de una continua desigualdad. Como prueba, ellos apuntaron a las desproporcionadas tasas de pérdidas humanas: un estudio de la Fundación Ford en 1967 mostró que, aunque los mexico-americanos sumaban sólo 13,8% de la población del Suroeste, alcanzaban 19,4% de todas las bajas. Los chicanos contra la guerra culparon al sistema de reclutamiento de entonces, que inicialmente había concedido prórrogas automáticas para estudiantes universitarios en un tiempo en que cerca de la mitad de la población de origen mexicano ni siquiera contaba con una educación secundaria[42]. Irónicamente, incluso cuando los activistas chicanos en contra de la guerra criticaban a los EE.UU., su protesta constituía en cierto modo un signo de asimilación. De la misma manera que el resto de la nación presentaba una profunda división sobre la guerra en Vietnam, así ocurría también con los mexicano-americanos.

Más significativo todavía en términos de la intersección entre política étnica y servicio militar, los manifestantes mexicano-americanos contra la guerra siempre formaban una minoría dentro de una minoría. En especial, los primeros actos públicos con mexicano-americanos se celebraron en 1965 y 1966 en Los Ángeles y Austin, respectivamente, promovidos por el Foro de Veteranos Americanos en apoyo a la guerra[43]. Entre los mexicano-americanos, el respaldo a la guerra derivó en parte de la renuencia a alejarse de la tradición militar o política. Durante la Guerra Fría, además, los puestos de trabajo estables en las docenas de bases militares y otras instalaciones que salpicaban el paisaje del Oeste representaban para los mexicano-americanos la posibilidad de entrar en la clase media. Solamente San Antonio, por ejemplo, fue en un momento sede de cuatro bases aéreas y del Fuerte Sam Houston[44]. Para estos trabajadores, los intereses tanto económicos como políticos inclinaban su apoyo en favor de la política extranjera de los EE.UU. Al final, no obstante, miles de mexicano-americanos sirvieron en la Guerra de Vietnam por la misma razón que lo hicieron en conflictos anteriores: porque su patria se lo había pedido.

Sin duda, algunos se habían acercado al entorno militar en busca de un sentimiento de integración incluso antes de que los EE.UU. interviniesen en el suroeste asiático. Everett Alvarez fue uno de ellos. Con el deseo de ser parte de una “tradición hispánica”, él apreciaba su uniforme del ejército como un refugio lejos de los recuerdos de una infancia marcada por el rechazo y la discriminación anti-mexicana. Formado como un piloto naval, Alvarez participó en incursiones de represalia tras haber recibido informes de un ataque a barcos estadounidenses en el golfo de Tonkin por parte de fuerzas norvietnamitas. Después de su captura en agosto de 1964, Alvarez pasó los siguientes ocho años y medio como prisionero de guerra, pero en ningún momento llegó a cuestionar su misión ni los objetivos militares de su país[45]. Por su lado, Roy P. Benavidez uso el indicativo de llamada de radio “Tango Mike Mike” para referirse a “Ese Duro Mexicano” [“That Mean Mexican”, en inglés], como tributo a su difícil juventud marcada por la pobreza y la segregación. Al unirse a la Guardia Nacional en su adolescencia durante el conflicto coreano y al ejército poco después, Benavidez demostró su valía en el campo de batalla. Como receptor de una Medalla de Honor por sus acciones en la contienda coreana, Benavidez mantuvo con vida a ocho hombres heridos durante seis horas mientras aguardaban evacuación médica, todo ello a pesar de estar bajo un intenso fuego enemigo y de sufrir múltiples heridas él mismo. Sobre todo, Benavidez siempre describió su espíritu luchador en relación con su legado familiar. Indio yaqui por parte de su madre, el árbol genealógico del lado paterno incluía a Placido Benavides, uno de los tejanos que luchó por la independencia de Texas en 1836[46].

Latinos de Puerto Rico y Cuba también participaron en el conflicto vietnamita. Por lo general, puede encontrarse información sobre estos soldados mediante búsquedas en internet, pero no en materiales publicados, una circunstancia que añade credibilidad a la habitual queja de que las contribuciones militares latinas han sido ignoradas demasiado a menudo. Durante el conflicto, los soldados de origen puertorriqueño recibieron cuatro Medallas de Honor, todas ellas a título póstumo. El total ascendió a cuatro sólo después de que los investigadores descubrieron que Humbert Roque Versace, un egresado de West Point al igual que su padre italo-americano, tenía también raíces puertorriqueñas por parte de su madre. Tras ser ejecutado por sus captores vietnamitas del norte en 1965, Roque Versace se convirtió en el primer prisionero de guerra que recibió la Medalla de Honor a causa de su extraordinaria valentía y su inspirador liderato ante una tortura diseñada para quebrantar su espíritu[47]. Igualmente impresionante resulta la hoja de servicio de un superviviente del conflicto. El sargento Jorge Otero Barreto, nacido en la isla de Puerto Rico, participó en 200 misiones de combate y recibió 38 galardones militares, una lista que lo ubicó como el soldado puertorriqueño más condecorado de la historia y uno de los más reconocidos en relación con el conflicto vietnamita en general[48].

Además, inmigrantes cubanos que habían arribado recientemente a los Estados Unidos se presentaron voluntarios con entusiasmo para servir en una guerra contra un enemigo comunista. Después de llegar a los EE.UU. en grandes números durante la segunda mitad del siglo XIX, los cubanos habían participado en todas las guerras estadounidenses desde, como mínimo, la Guerra Civil. Tras la revolución de 1959 en la isla, sin embargo, cientos de miles de anticomunistas cubanos abandonaron su patria. Muchos de estos jóvenes hombres no dudaron ni un instante ante la oportunidad de luchar contra el comunismo como miembros de las fuerzas armadas de los EE.UU. Uno de los más destacados entre ellos fue Felix Sosa-Camejo, quien dejó Cuba en 1960 cuando tenía sólo 20 años y que participó en la invasión de la bahía de Cochinos para derrocar a Fidel Castro el año siguiente. Después de ser rescatados por John F. Kennedy, los supervivientes de la invasión recibieron la oferta de unirse al ejército estadounidense en 1963, y Sosa-Camejo la aceptó inmediatamente. Comenzó con un período de servicio en Vietnam y entonces se presentó voluntario para otro. Perdió la vida durante la ofensiva del Tet en 1968, y en su trágicamente breve carrera militar, Sosa-Camejor fue merecedor de una docena de galardones militares[49].

La migración cubana que comenzó en los años 60 representaba solamente una parte de una mayor tendencia. La era posterior a la Guerra del Vietnam coincidió con una monumental corriente migratoria desde Latinoamérica, un fenómeno que renovó y magnificó la conexión entre el servicio militar y la búsqueda de inclusión. Más aun, la inmigración se mezcló con el crecimiento natural, lo que dio pie al vasto crecimiento de la población latina en general. Entre 2000 y 2010 solamente, esta comunidad aumentó 43%, o más de cuatro veces por encima de 9,7%, el porcentaje a nivel nacional. La década de los 80 también fue la primera que se encontró con importantes cifras de inmigrantes desde Centroamérica que huían de la guerra, la violencia y la agitación económica de sus países de origen. Aunque en 2010 los tres grupos más amplios en la población latina de los EE.UU. todavía trazaban su ascendencia a México, Puerto Rico y Cuba (con 63%, 9,2% y 3.5 del total, respectivamente), los centroamericanos en conjunto comprendían casi 8% del total de la población latina estadounidense, y los que en concreto procedían de El Salvador formaban 3,3%. En la actualidad, los salvadoreño-americanos constituyen un grupo casi tan numeroso como el de los cubano-americanos[50].

A pesar del significativo progreso alcanzado con respecto a los derechos civiles desde los años 60, para estos nuevos inmigrantes la relación entre servicio militar y ciudadanía se mantuvo igualmente pertinente. Mientras buscaban un lugar en los Estados Unidos al que pertenecer, donde superarse y poder ganar un sustento para vivir, las fuerzas armadas continuaron siendo una opción viable. La reciente guerra en Irak subrayó la importancia de ese punto. Los primeros reportes mostraron que entre las primeras bajas en Irak se hallaban cuatro marines de California que no eran ciudadanos estadounidenses: José Gutiérrez, un inmigrante guatemalteco, y José Ángel Garibay, Francisco Martínez Flores y Jesús A. Suárez del Solar, todos ellos nacidos en México[51]. En respuesta, el Congreso de los EE.UU. hizo a estos y a otros soldados no ciudadanos elegibles para la ciudadanía siempre y cuando el familiar más próximo deseara que el individuo fallecido se naturalizase a título póstumo[52]. De esos cuatro soldados caídos mencionados, todos menos Suárez se convirtieron en ciudadanos estadounidenses tras su muerte.

Con la vista en el futuro, las fuerzas armadas entienden que la situación demográfica del país conecta un exitoso reclutamiento en las tres ramas militares con una productiva inscripción de latinos. De hecho, uno de los principales paladines de la larga historia de los latinos en el ejército de los EE.UU. es el Departamento de Defensa. Una campaña sostenida de reclutamiento orientada hacia los latinos ha dado pie a grandes resultados. En 2003, los latinos se encontraban insuficientemente representados en contraste con su porcentaje en la población total en cada una de las ramas del ejército, con la notable excepción de los marines. Incluso en ese momento, tal discrepancia desaparecía al tenerse en cuenta el estatus de ciudadanía y el nivel educativo[53]. Hoy día, los latinos disfrutan de una representación por encima de la media en la Armada, y un notable crecimiento en el resto de las ramas militares. Asimismo, un mayor número de latinos descubren en el ejército un camino hacia la seguridad económica y las oportunidades educativas. Las autoridades militares advierten, sin embargo, que se precisa más trabajo para alcanzar la paridad en términos de rango. Al enfocar la atención en estos rangos, se detecta un marcado contraste en todos los sectores militares, aunque de nuevo la mejor representación (aun siendo baja) ocurre en el Cuerpo de Marines[54]. Mientras que los hombres y las mujeres no ciudadanos son elegibles para ser enrolados, sólo los ciudadanos estadounidenses pueden ser oficiales.

Como parte de sus esfuerzos de divulgación, el Departamento de Defensa ha dedicado mayor atención a rastrear la etnicidad del personal de servicio y su estatus de ciudadanía. Estos estudios revelan dos puntos importantes que deberían resultar obvios, pero que a menudo se diluyen en el debate que rodea la inmigración. Primero, como reflejo de la situación demográfica actual, la vasta mayoría de los latinos y las latinas que sirven en las fuerzas armadas de los EE.UU. han nacido en este país. Segundo, los no ciudadanos comprenden una ínfima minoría de la población total de las fuerzas armadas: 1,4% en el año 2010[55]. Muchos inmigrantes se hacen ciudadanos evidentemente antes de inscribirse en el ejército, pero muchos miles más han logrado la ciudadanía mientras forman parte del ejército. A resultas del 11 de Septiembre, el Presidente George W. Bush agilizó el proceso de naturalización para soldados no ciudadanos siempre y cuando fuesen residentes legales. En la actualidad, hombres y mujeres sirviendo para el ejército pueden comenzar con ese proceso tras su primer día de actividad militar. Al mismo tiempo, aunque técnicamente el reclutamiento es una opción reservada para residentes legales, las leyes más recientes incluyen una provisión que permite que los residentes indocumentados ya dentro de las fuerzas armadas puedan gozar de oportunidades para alcanzar la ciudadanía[56]. A medida que progresa con sus campañas de reclutamiento, el ejército reconoce que los no ciudadanos, sea cual sea su estatus legal, “representan una valiosa reserva de reclutas potenciales”. En 2011, los hispanos suponían el 31,5% de todos los inscritos no ciudadanos[57].

En último término, tanto si los EE.UU. constituyen la tierra donde uno nació o su patria adoptiva, una nueva generación de latinos continúa entrando en el servicio militar. Según un artículo académico de 2009 con el título “El futuro hispano de la Armada”, la razón principal por la que los latinos se unen al ejército es “servir a mi país”[58]. Aunque en su caso él escogió unirse a los Marines, Rafael Peralta es un buen ejemplo de este sentimiento. Nacido en México, Peralta se inscribió emocionado el mismo día en que recibía su permiso de residencia legal, y consiguió la ciudadanía ya dentro del ejército. En 2004, el día antes de entrar en combate en Fallujah, Irak, Peralta redactó una carta a su hermano menor, Ricardo, en la que le decía “Hermano, siéntete orgulloso de mí … y siéntete orgulloso de ser estadounidense”. Un día más tarde, Peralta fallecía a la edad de 25 años al absorber con el cuerpo el impacto de una granada, una acción que salvó la vida de cinco de sus compañeros marines. Seis años después, y para honrar la memoria de su hermano, Ricardo Peralta también se unió a los marines[59].

Claro está que la historia del servicio militar latino no es única ni tampoco carece de limitaciones. Al fin y al cabo, estadounidenses de distintos orígenes han demostrado patriotismo y heroicidad en el campo de batalla. En lo que respecta a los derechos civiles, otras minorías han trazado vínculos similares entre el servicio militar y el deseo de lograr igualdad de derechos. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, los afroamericanos exigieron una “doble victoria”, una ante las fuerzas fascistas en el extranjero y otra contra las fuerzas segregacionistas en su propio país, mientras que los estadounidenses de origen japonés se inscribieron en el regimiento 442 para demostrar su lealtad a los EE.UU. y evitar la injusticia de los campos de internación[60]. De igual importancia, una historia que enfatiza el patriotismo, el honor y el deber latino también es necesariamente una historia que elude hacer referencia a aquellos elementos del pasado que no se amoldan al relato oficial. Por naturaleza, el tema “latinos en el ejército” no incluye aquellos latinos que han cuestionado la política exterior o las misiones militares de los Estados Unidos. La narrativa estándar no deja espacio para voces disidentes ni incluso para aquellas que expresen emociones contradictorias sobre el costo de la guerra, como la de Fernando Suárez, el padre de Jesús Suárez del Solar, uno de los marines caídos mencionado anteriormente. Tras la pérdida de su hijo, Suárez se sintió profundamente orgulloso de su “guerrero azteca” y, al mismo tiempo, se mostró agriamente en desacuerdo con la guerra en Irak. Aunque a su hijo se le ofreció ciudadanía de los EE.UU. a título póstumo, el enojado y desconsolado Fernando Suárez no mostró ni el más mínimo interés en aceptar este gesto simbólico en nombre de su hijo[61].

No obstante, muchos más latinos han contemplado el servicio militar como una ruta hacia una inclusión efectiva dentro de una sociedad a la que en años anteriores se le hacía difícil verlos como verdaderos estadounidenses. Hace más de cien años, por ejemplo, el New York Times se preocupaba sobre la lealtad de los individuos hispanohablantes en Nuevo México durante la Guerra España-Estados Unidos. Sin ningún tipo de prueba, el periódico etiquetó a esas personas como “ciudadanos desafectados y muy posiblemente traicioneros”, y las acusó además de ser “profundamente hostiles a las ideas y políticas estadounidenses”[62]. La respuesta más frecuente por parte de los latinos ante tal hostilidad fue literalmente luchar como miembros de las fuerzas armadas de los EE.UU. Desde la Primera Guerra Mundial, y sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, los latinos han empleado su servicio militar como munición para enfrentarse a la discriminación racial y al legado colonialista. Hay que reconocer que el progreso en el frente nacional de los derechos civiles ha correspondido con su servicio en el extranjero. Actualmente, además, su extensa y encomiable hoja de servicio sirve como poderosa respuesta a los críticos preocupados por los altos índices de inmigración latina y, supuestamente, bajos porcentajes de integración. En definitiva, la tradición de tener en cuenta el servicio militar como medio de fomentar una sociedad más justa se mantiene porque se sustenta en una verdad esencial sobre los latinos en el ejército: como inmigrantes y como ciudadanos, los latinos han servido en el ejército de los Estados Unidos orgullosamente durante generaciones, y continúan haciéndolo hoy día.


Los puntos de vista y conclusiones incluidas en este documento pertenecen a los autores, y no se deberían interpretar como representación de las opiniones o políticas del Gobierno de Estados Unidos. Ninguna mención de marcas o productos comerciales constituye su aprobación por parte del Gobierno de Estados Unidos.

Notas

[1] Wikipedia mantiene una cuenta actualizada, tal como hacen muchas otras páginas de internet.

[2] Hispanics in America’s Defense (Washington DC: Office of the Deputy Assistant Secretary of Defense for Military Manpower and Personnel Policy, 1990), 3.
[3] Algunos académicos han hecho afirmaciones similares, especialmente el difunto Samuel P. Huntington en Who Are We?: The Challenges to American National Identity (Nueva York: Simon & Schuster, 2004).
[4] Mark Hugo Lopez y Paul Taylor, Latinos and the 2010 Census: The Foreign Born are More Positive (Washington, DC: Pew Hispanic Center, 2010), en www.pewhispanic.org/files/reports/121.pdf, acceso Agosto 21, 2012.
[5] Sandra Lilley, “More Latinas are Enlisting than Latinos”, NBCLatino.com, en http://nbclatino.tumblr.com/post/14642123469/more‐latinas‐are‐enlisting‐in‐themilitary‐than‐latinos, acceso agosto 21, 2012. Para una panorámica del informe original de 2011 producido por el Pew Research Center con detalles sobre esta tendencia, véase Eileen Patten y Kim Parker, Women in the U.S. Military: Growing Share, Distinctive Profile (Washington, DC: Pew Research Center, 2011), en
http://www.pewsocialtrends.org/2011/12/22/women‐in‐the‐u‐s‐military‐growingshare‐distinctive‐profile/2/#a‐snapshotof‐active‐duty‐women
, acceso agosto 21, 2012. Un pdf del informe completo está disponible en la misma página de internet.

[6] Incluido a menudo en la lista de los 44 premiados con la Medalla de Honor, por ejemplo, aparece el nativo de California Harold Gonsalves (adaptación al inglés del portugués Gonçalves), que murió en Okinawa en 1945 tras sacrificar su vida para rescatar a sus compañeros marines.
[7] John Walton Caughey y Jack D. L. Holmes, Bernardo de Gálvez in Louisiana 1776-1783 (Gretna, LA: Firebird Press, 1999). Véase también Thomas Chávez, Spain and the Independence of the United States: An Intrinsic Gift (Albuquerque: University of New Mexico, 2002).
[8] El hijo de Farragut, Loyall, escribió la panorámica más extensa de la vida de su padre, The Life of David Glasgow Farragut (Nueva York: D. Appleton & Co., 1879). Se puede encontrar más detalles sobre la carrera naval de Farragut en el trabajo más reciente de James P. Duffy, Lincoln’s Admiral: The Civil War Campaigns of David Farragut (Nueva York: Wiley, 1997). Sobre un debate acerca de los antecedentes hispánicos de Farragut, véase Raoul Lowery Contreras, Jalapeño Chiles, Mexican Americans, and Other Hot Stuff (Lincoln, NE: iUniverse, 2003), 24‐25, 42‐44. Un panfleto de la Armada de los EE.UU. de 2010, Hispanics in the U.S. Navy (Washington, DC: Navy Diversity Directorate, Chief of Naval Personnel, 2010), sostiene que Farragut usaba tanto inglés como español en su trabajo. Este pdf aparece también en línea: www.history.navy.mil/diversity/brochures/HispanicsInUSN_Final.pdf, acceso agosto 21, 2012.
[9] L. Lloyd MacDonald, Tejanos in the 1835 Texas Revolution (Gretna, LA: Pelican Publishing Co., 2009). Véase también Jesús F. de la Teja, ed., A Revolution Remembered: The Memoirs and Selected Correspondence of Juan N. Seguín (Denton, TX: Texas State Historical Association, 2002).
[10] McDonald, 290‐292. Véase también Timothy M. Matovina, The Alamo Remembered: Tejano Accounts and Perspectives (Austin: University of Texas Press, 1995), 31‐37.
[11] William E. Smythe, History of San Diego, 1542-1908 (San Diego, CA: History Co., 1908), 163, en http://www.sandiegohistory.org/books/smythe/index.htm, acceso agosto 21, 2012.
[12] Laura Gómez, Manifest Destinies: The Making of the Mexican American Race (Nueva York: New York University Press, 2007), 83.
[13] Más información sobre el número de voluntarios nuevo mexicanos y sobre una visión general, véase National Park Service, Hispanics and the Civil War: From Battlefield to Homefront (Washington, DC: Department of the Interior, 2011). Está disponible para su venta en: http://www.eparks.com/store/product/93205/Hispanics‐and‐the‐Civil‐War%3AFrom‐Battlefield‐to‐Homefront/.
[14] Mike Scarborough, Trespassers On Our Own Land: Structured as an Oral History of the Juan P. Valdez family and the land grants of Northern New Mexico (Indianapolis, IN: Dog Ear Publishing, 2011), 47.
[15] Se incluye información biográfica de cada destinatario en Robert Montemayor y Henry Mendoza, Right Before Our Eyes: Latinos Past, Present and Future (Tempe, AZ: Scholargy Publishing, 2004), 52‐53. Todo el tercer capítulo, “An Untold Story of Duty and Honor: Latinos in the Military”, ejemplifica la estrategia de derechos civiles a partir de la petición de integración basada en servicio militar.
[16] Louis A. Pérez, Jr., Cuba Between Empires, 1878-1902 (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1983), 200-201.
[17] Departamento de Guerra de los EE.UU., Annual Report of the Secretary of War, Vol. I, Part 3 (Washington, DC: U.S. Government Printing Office, 1901), 125.
[18] Ruth Glasser, My Music Is My Flag: Puerto Rican Musicians and New York Communities (Berkeley: University of California Press, 1995), 53; y S.S. Harvey, “Americanizing Puerto Rico”, New York Times, February 22, 1899, 4.
[19] Harry Franqui, "Fighting For the Nation: Military Service, Popular Political Mobilization and the Creation of Modern Puerto Rican National Identities: 1868‐1952”, tesis doctoral, University of Massachusetts – Amherst, May 2010. Véase especialmente el capítulo 3 en: http://scholarworks.umass.edu/open_access_dissertations/229, acceso agosto 21, 2012.
[20] Laura Briggs, Reproducing Empire: Race, Sex, Science, and U.S. Imperialism in Puerto Rico (Berkeley: University of California Press, 2002), 61; Glasser, 54‐55; y Stephen L. Harris, Harlem’s Hell Fighters: The African American 369th Infantry in World War I (Washington, DC: Brassey’s, 2003).
[21] José A. Ramírez, To the Line of Fire!: Mexican Texans and World War I (College Station: Texas A&M University Press, 2009), 1‐18.
[22] Rámirez, 80‐81; y Nancy Gentile Ford, Americans All: Foreign Born Soldiers in World War I (College Station: Texas A&M University Press, 2001), 80.
[23] Rámirez, xiii‐xiv, 131.
[24] Rámirez, 28, 121, 123‐125.
[25] La estimación procede de Karl Eschbach, antiguo demógrafo del Estado de Texas. El estudio que él completó sobre el tema aparecerá en un próximo volumen de la University of Texas Press editado por Maggie Rivas-Rodriguez y Ben V. Olguin, U.S. Latina/os and WWII: Mobility, Agency, and Ideology (título provisional).
[26] El relato de Flores aparece en Maggie Rivas‐Rodriguez, Mexican Americans & World War II (Austin: University of Texas Press, 2005), xvi.
[27] Sobre el relato de Salazar, véase Therese Glenn, “Maria Sally Salazar”, parte del Proyecto de Historia Oral U.S. Latino & Latina WWII, Nettie Lee Benson Latin American Collection, University of Texas at Austin, en http://www.lib.utexas.edu/voces/template‐storiesindiv.html?work_urn=urn%3Autlol%3Awwlatin.411&work_title=Salazar+%2C+Maria+Sally, acceso agosto 21, 2012.
[28] Rita Sanchez, “The Five Sanchez Brothers in World War II: Remembrance and Discovery”, en Rivas‐Rodriguez, ed., Mexican Americans & World War II, 1‐40.
[29] Lorena Oropeza, ¡Raza Sí, Guerra No!: Chicano Protest and Patriotism during the Viet Nam War Era (Berkeley: University of California Press, 2005), 25‐27.
[30] La fecha del desfile se menciona en: http://365immigrants.blogspot.com/2011_05_01_archive.html, acceso agosto 21, 2012.
[31] Oropeza, 36.
[32] El relato más completo sobre el incidente con Longoria aparece en Patrick J. Carroll, Felix Longoria's Wake: Bereavement, Racism, and the Rise of Mexican American Activism (Austin: University of Texas Press, 2003).
[33] Oropeza, 37.
[34] Franqui, especialmente el capítulo 5.
[35] Susan L. Smith, "Mustard Gas and American Race‐Based Human Experimentation in World War II”, Journal of Law, Medicine & Ethics 36 (Fall 2008): 517‐521.
[36] Carmen García Rosado escribió un relato de sus experiencias como una WAC en Las Wacs: Participación de la Mujer Boricua en la Segunda Guerra Mundial (Puerto Rico, s.n. 2007).
[37] Para una entrevista con Manny Medina, uno de los siete hermanos Medina, y su esposa Gloria, véase Roy A. Hammond y Julie Cohen, New York Goes to War, dirigida por Julie Cohen (New York: WLIW21, 2007). Por desgracia, la información sobre militares puertorriqueños es tan limitada, que una de las mejores panorámicas sobre la experiencia puertorriqueña en la Segunda Guerra Mundial es ofrecida por Wikipedia, “Puerto Ricans in World War II”, en: http://en.wikipedia.org/wiki/Puerto_Ricans_in_World_War_II, acceso agosto 21, 2012.
[38] Gilberto N. Villahermosa, Honor and Fidelity: The 65th Infantry in Korea, 1950- 1953 (Washington DC: Center for Military History, U.S. Army, 2009), 185, 40.
[39] Gilberto Villahermosa, “America’s Hispanics in America’s Wars”, Army Magazine, September 2002, en: http://www.valerosos.com/HispanicsMilitary.html, acceso agosto 21, 2012.
[40] Franqui elabora este argumento en el sexto capítulo de su tesis, tal como hace Silvia Álvarez Curbelo en “War, Modernity, and Remembrance”, ReVista, Harvard Review of Latin America (Spring 2008), en http://www.drclas.harvard.edu/revista/articles/view/1067, acceso agosto 21, 2012.
[41] Villahermosa, 237‐275; y Harry Franqui‐Rivera, Glory and Shame: The Ordeal of the Puerto Rican 65th U.S. Infantry Regiment During the Korean War, 1950-1953 (Philadelphia, PA: Temple University Press, 2002).
[42] Oropeza, 67, 114, y cap. 5.
[43] Oropeza, 62.
[44] Richard W. Eutalain y Michael P. Malone, The American West: A Modern History, 1900 to the Present, 2nd ed. (Lincoln: University of Nebraska, 2007), 222.
[45] Everett Alvarez y Anthony Pitch, Chained Eagle (Nueva York: D.I. Fine: 1989).
[46] Roy P. Benavidez con John R. Craig, Medal of Honor: A Vietnam Warrior's Story (Washington, DC: Brassey's, 1995).
[47] La historia de Versace aparece brevemente descrita en las reflexiones del presidente George W. Bush durante la ceremonia de entrega de la Medalla de Honor a título póstumo en 2002. Estas reflexiones aparecen en línea en http://www.mishalov.com/Versace.html, acceso agosto 21, 2012.
[48] La historia de Otero ha sido generalmente presentada en reportes de noticias, entre ellos el producido por Univisión en http://archivo.univision.com/content/content.jhtml?cid=1688017.
[49] Blogueros y políticos mencionan el servicio de Camejo-Sosa. Uno de los relatos más completos sobre su vida figura en un documento que acompañaba a una carta que la Rep. Ileana Ros-Lehtinen presentó al presidente Bush para solicitar que Camejo-Sosa recibiese la Medalla de Honor a título póstumo. Tanto la carta como el resumen están en línea en http://www.cavavets.org/Felix%20Sosa%20Cameo.pdf, acceso agosto 21, 2012.
[50] Véase Sharon R. Ennis, Merarys Ríos‐Vargas, y Nora G. Albert, “The Hispanic Population: 2010”, 2010 Census Briefs (Washington, DC: U.S. Census Bureau, 2011), en http://www.census.gov/prod/cen2010/briefs/c2010br-04.pdf, acceso agosto 21, 2012.
[51] Tim Weiner, “A Nation at War: Immigrant Marines, Latinos Give Their Lives to New Land”, New York Times, Abril 4, 2003, B10.
[52] Las últimas particularidades del proceso de naturalización para soldados aparecen resumidas en el sitio de internet del Servicio de Ciudadanía e Inmigración en http://www.uscis.gov/portal/site/uscis/menuitem.5af9bb95919f35e66f614176543f6d1a/?vgnextoid=858921e54dc3f110VgnVCM1000004718190aRCRD&vgnextchannel=8a2f6d26d17df110VgnVCM1000004718190aRCRD, acceso agosto 21, 2012.
[53] Pew Hispanic Center Fact Sheet, Hispanics in the Military (Washington, DC: Pew Hispanic Center, 2003,) 1, 4, en http://pewhispanic.org/files/reports/17.pdf, acceso agosto 21, 2012.
[54] G.L.A. Harris, “Recruiting, Retention, and Race in the Military”, International Journal of Public Administration 32 (2009): 803‐828; y Jason K. Dempsey y Robert Y. Shapiro, “The Army's Hispanic Future”, Armed Forces & Society 35 (2009): 526‐561.
[55] Oficina del Subsecretario de Defensa para Personal y Preparación, “Population Representation in the Military Services: Fiscal Year 2010 Summary Report”, (Washington, DC: Department of Defense, 2010), 39, at http://prhome.defense.gov/RFM/MPP/ACCESSION%20POLICY/PopRep2010/summary/summary.html, acceso
agosto 21, 2012.

[56] Véase “Naturalization Process for the Military”, sitio de internet del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de los EE.UU., en http://www.uscis.gov/portal/site/uscis/menuitem.5af9bb95919f35e66f614176543f6d1a/?vgnextoid=858921e54dc3f110VgnVCM1000004718190aRCRD&vgnextchannel=8a2f6d26d17df110VgnVCM1000004718190aRCRD, acceso agosto 21, 2012.
[57] Molly F. McIntosh, Seema Sayala y David Gregory, NonCitizens in the Enlisted U.S. Military (Alexandria, VA: CNA Analysis and Solutions, Noviembre 2011), 6, 1, 27‐28, en http://www.cna.org/sites/default/files/research/non%20citizens%20in%20the%20enlisted%20us%20military%20d0025768%20a2.pdf, acceso agosto 21, 2012.
[58] Dempsey and Shapiro, 542.
[59] Tony Perry, “Marine hero’s brother makes good on his promise”, Los Angeles Times, Julio 10, 2010, AA‐3; and Tony Perry, “A hero’s courageous sacrifice”, Los Angeles Times, Diciembre 6, 2004, B1.
[60] Ronald Takaki, Double Victory: A Multicultural History of World War II (Boston: Little, Brown and Company, 2000).
[61] Véase, por ejemplo, Paul Rockwell, “From Grief to Protest: How Peace Loving Fathers Honor their Fallen Sons”, In Motion Magazine, Junio 11, 2004, en http://www.inmotionmagazine.com/opi/pr_fathers.html, acceso Agosto 21, 2012.
[62] “Topics of the Times”, New York Times, Agosto 24, 1898, 6.

Last updated: July 10, 2020